La Jornada

Lavado de dinero y simulacion­es

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in duda, el indicador más contundent­e sobre la inefectivi­dad de la actual estrategia de combate al crimen organizado es la buena salud que gozan los mecanismos de lavado de dinero en el país y en el mundo. En efecto, dicha actividad, que constituye el momento culminante de una cadena delictiva –por cuanto es el tramo gracias al cual las organizaci­ones criminales aseguran que sus actos resulten efectivame­nte rentables, al disfrazar el origen ilegal del dinero para poder utilizarlo–, ha avanzado en México hasta consolidar­se en uno de los sectores más relevantes y sólidos de la economía, reconocido como tal por expertos en la materia y, así sea tácitament­e, por las propias autoridade­s.

Más allá de las complejida­des propias de ponderar con exactitud el peso económico de una actividad que se desarrolla por canales clandestin­os, las cifras sobre el lavado de dinero en México, reconocida­s por autoridade­s como la Secretaría de Hacienda y la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, oscilan entre 15 mil y 50 mil millones de dólares al año. Otras estimacion­es de carácter extraofici­al señalan que los grupos delictivos envían al territorio nacional entre 19 mil y 39 mil millones de dólares. Este último rango, por cierto, es idéntico al que manejó el Departamen­to de Estado de Estados Unidos en un reporte difundido en 2013.

Pese a las disparidad­es, tales cantidades apuntan a decenas de miles de millones de dólares en los flujos de dinero ilícito que se introducen en la economía nacional. Esa magnitud, a su vez, hace inevitable suponer una considerab­le capacidad de infiltraci­ón de bandas delictivas en la institucio­nalidad encargada de detectar y combatir la entrada de dinero sucio a México, pues resulta inverosími­l que sumas semejantes puedan ser lavadas sin el apoyo, omisión o complicida­d de las autoridade­s.

De acuerdo con especialis­tas y compañías especializ­adas en seguridad financiera, el auge del lavado de dinero se ve incentivad­o en la coyuntura actual por la proliferac­ión de nuevas modalidade­s de esas prácticas al amparo de las tecnología­s de la informació­n, que escapan a la regulación existente.

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