La Jornada

El Mentidero

- HERMANN BELLINGHAU­SEN

ubo un tiempo una plaga de burros. Había demasiados, uno no ocupa tantos, y comen como huérfanos. Antes de que se hicieran de número los consentíam­os, los cuidábamos. Los trabajos duros los dejábamos a las mulas, que tienen doble tracción. ¿Ve usted cómo se ponen de alegres los burros bien seguido? Pues se reprodujer­on así haga de cuenta que conejos. ¿Conocemos de conejos? Sí, criábamos, pero acabamos por sacrificar­los, no paraban, se volvieron un peligro para la cosecha. Su sabor ni nos gustaba. ¿Pero los burros? Nadie mata a un burro en buenas condicione­s, es asesinato. Venderlos, sí, unos cuántos, y había que llevarlos a otras partes, eso cuesta. Nos quedamos con la sobreprodu­cción de animalitos inútiles, voluntario­sos y tragones, puro burro echado a perder, como los hijos consentido­s y las hijas malcriadas, ¿me entiende? Al final, ¿sabe qué hicimos? Los llevamos al monte. Por rebaños los sacamos del pueblo a la montaña en distintas direccione­s, los condujimos lejos. Nunca regresaron, a Dios gracias. Se hicieron al monte y ahora en el bosque alto viven burros salvajes. ¿Bravos? No, si no se les arrima uno mucho. Si los quiere agarrar, creyendo que es burro común, tiran mordida con sus dientesote­s o patean a matar.

Don Rodero se detiene a la entrada del pueblo al concluir el recorrido por el llano y las milpas que nos flanquearo­n rebosantes de mazorcas maduras, las plantas del maíz tres palmos arriba de nuestras cabezas. Ahora nos cobija la fronda de un pirul que tiende ramas como desesperad­o, un velo denso de puntos rojos y verdes que se cuelgan sobre nuestras cabezas como lo haría un sauce llorón. El tronco es un notable nudo de nudos, un jorobado ancho y rugoso, antiguo como el tiempo. Don Rodero planta los pies sobre el suelo con firmeza, abre los brazos simétricam­ente, ahueca las manos con los dedos como garras alrededor de una pelota o una chichi y dice con seco dramatismo, alzándose el sombrero: Aquí se llama El Mentidero. Aquí aprendimos el suspenso los niños de mi tiempo.

Resulta que un señor que tenía sus curiosidad­es viajaba a El Grullo los fines de semana a ver el cine. Esto fue cuando no había televisión. De regreso se paraba bajo el pirul a que se juntara la gente, y contaba las películas. Así de chamacos, hubiera visto. Si la película fue de vaqueros, ranchera o de la Revolución, se traía su caballo y parte del relato lo decía montado y hasta dando vueltas en el claro, tirando la reata o haciendo como que disparaba o que lo herían. ¿Románticas? No, esas no contaba. De todas maneras las películas de aventuras siempre metían partes de beso, que él reproducía haciendo como que se abrazaba él solito, se metía mano en la camisa y tronaba besos al aire para regocijo de los niños y chiveo de las chamacas, sigue recordando don Rodero. El señor, que se llamaba Juan, nos entretenía no sabe cuánto estando niños. Qué íbamos a ir al Grullo al cine. A Zapotlán menos. No vaya a creer que en mi casa teníamos para ese gasto. Si yo la primera vez que vi en una pantalla calzaba bota grande.

Algo después supimos que un chiquillo de San Gabriel hacía lo mismo, pero con los libros y se ponía, va usted a creer, también debajo de un pirul que allí está junto al río. Platicaba a su modo las novelas que leía en casa de los curas. Su cuento caía en sábado, a veces fuimos. No siempre llegó, pero sí seguido. Sin cobrar ni nada por el estilo. Vivía allí cerca. De buena familia. Juan se llamaba. También. Flaco él, así.

Don Rodero apunta el índice hacia arriba, pone la mano a cierta altura en referencia no se sabe si a la estatura o a la delgadez del chico. Abre los brazos como un zopilote y cuenta que el chamaco platicaba de lugares maravillos­os y países que no nos habíamos imaginado atrás de los cerros que rodean el valle y la muralla de volcanes. Lugares donde corrían carruajes, barcos en medio del océano, elefantes, niños lobo, caballeros, piratas, castillos, catedrales, cartujas, batallas, princesas dormidas a la luz de la Luna.

Juan el señor falleció en su tiempo. El chico Juan se fue a estudiar y no regresó. Siguen sólo los pirules.

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