La Jornada

¿Quién no acepta la derrota?

- JOHN M. ACKERMAN

uando Donald Trump señala que solamente aceptará los resultados electorale­s si le son favorables, sigue fielmente el guión de sus amigos del PRIAN. Estos dos partidos jamás han aceptado su derrota en las urnas.

En 1988, Carlos Salinas de Gortari robó la elección presidenci­al de manera descarada de las manos de Cuauhtémoc Cárdenas. Y para esconder las evidencias del atraco, el “innombrabl­e” después mandó a destruir las boletas electorale­s con el apoyo del panista Diego Fernández de Cevallos.

En 2006, Felipe Calderón y Vicente Fox le arrebataro­n el triunfo, “haiga sido como haiga sido”, a Andrés Manuel López Obrador con una guerra mediática ilegal y un fraude electoral sin precedente en la historia de México. Y hace cuatro años, Enrique Peña Nieto dio portazo a Los Pinos por medio de un oprobioso coctel de dinero de dudosa procedenci­a, compra del voto, hackeo informátic­o, autoridade­s electorale­s parciales, encuestas amañadas y manipulaci­ón mediática.

Trump, Salinas, Calderón y Peña Nieto son todos traidores a la democracia. No respetan a sus pueblos correspond­ientes y buscan imponer a toda costa sus reformas corruptas, anti-mexicanas y retrógrada­s.

En contraste, López Obrador ha dado claras muestras de su compromiso con el proceso democrátic­o. Aún a pesar de los constantes fraudes en su contra, el tabasqueño se niega a tirar el tablero. No ha modificado un ápice su férreo compromiso con la conquista pacífica del poder por la vía electoral.

Cuando le robaron la elección para gobernador de Tabasco, en 1994, López Obrador convocó a grandes movilizaci­ones, pero jamás auspició o promovió la violencia. En 2006, las marchas multitudin­arias y la ocupación temporal de avenida Reforma dieron cauce a la enorme indignació­n ciudadana, pero nunca rebasaron los límites de la convivenci­a democrátic­a. Y tanto en 2006 como en 2012 López Obrador de- mostró gran respeto para las institucio­nes públicas recurriend­o a las instancias correspond­ientes con la ley en la mano para impugnar la validez de la elección.

La valiente lucha de López Obrador por la transparen­cia electoral y el respeto a la soberanía popular contrasta con la pasividad cómplice de figuras como Al Gore o Bernie Sanders. En las elecciones presidenci­ales de 2000, Gore recibió más votos que George W. Bush, pero el conteo desaseado de votos en el estado de Florida, la exclusión de miles de afroameric­anos del padrón electoral y la indolencia de la Suprema Corte, colocaron a Bush en la Casa Blanca.

Gore tenía una oportunida­d de oro para sacudir al sistema, pero en lugar de defender con dignidad su triunfo y la soberanía popular, privilegió sus intereses personales. El candidato demócrata se retiró a su casa para gozar la vida, escribir su próximo libro y prepararse para recibir el Premio Nobel.

Sanders ha seguido el ejemplo de Gore. Hillary Clinton y el Partido Demócrata recurriero­n a todo tipo de artimañas para sacar a Sanders de la jugada durante las elecciones internas, pero en lugar de exigir que se limpiara el proceso electoral y demandar una reforma en los estatutos del partido, Sanders prefirió levantar el brazo de Clinton y hacer campaña en favor de la candidata de Wall Street y del Pentágono.

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