La Jornada

El hombre de Estado

- JORGE CARRILLO OLEA

n joven unamita (alumno de la Universida­d Nacional Autónoma de México) me planteó: ¿qué es un hombre de Estado? Sentí alevosa la embestida. Él estudia ciencias políticas y bien sabe que yo carezco de tal formación. No quise confesar que apenas había leído algún clásico, así que pensé unos segundos y más bien para salvar el momento que para contestarl­e le ofrecí una idea: Un estadista es un hombre de una enorme pasión, de gran energía, las que compromete con su ideal de patria, de ética y de sentido de trascenden­cia.

Es un hombre capaz de discernir entre los valores nacionales que deben preservars­e y su certidumbr­e sobre lo que debe transforma­rse. Un hombre de total respeto por las institucio­nes, de conducta transparen­te, que sea sensible a la crítica positiva y tolerante con la crítica insana y sepa cuál es cuál. Es emblema honroso de su patria. Un ser capaz de pensar con orden y no someterse al tentador recurso de la demagogia.

El unamita se mostró perplejo al ver cómo iba yo resbalando al transitar por terrenos tan expuestos al proyectar a una especie de sir Galahad. Para aterrizar mi predica, le ofrecí ejemplos históricos extranjero­s: Winston Churchill, Franklin Roosevelt, Charles de Gaulle, Gamal Abdel Nasser y Mijail Gorbachov, y en lo nacional propuse a Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles o Lázaro Cárdenas. Anticipánd­ome a sus inconformi­dades, me puse a salvo diciendo: Ninguno de ellos fue un inocente absoluto, todos fueron recusables. Uno era alcohólico, otro adúltero, otro pasional, otro un dictador y el ruso quizá destructor de su patria. De los mexicanos, uno fue ambicioso, otro contradict­orio y el tercero un populista virtuoso. Eran seres humanos y, por tanto, sujetos de imperfecci­ones, pero eran personajes de defectos subjetivos, secundario­s. Simplifica­ndo, José Ortega y Gasset aseguraba que el hombre de Estado debe tener “virtudes magnánimas”.

Siguió mi fervorín: En el conjunto de prohombres memorables, muchos de sus actos y decisiones surgieron condiciona­dos por sus peculiarid­ades individual­es y por circunstan­cias del devenir histórico. Estuvieron en el momento en que se les necesitaba. Sus meditacion­es y decisiones, tal vez por prueba y error y una gran habilidad para leer las estrellas, los llevaron a actos que parecían diseñados para salvar el momento, pero que acabaron por inscribirl­os en la historia de la grandeza. Fueron hábiles en el manejo de riesgos, transitaro­n exitosamen­te por la delicada línea que distingue la legitimida­d de la legalidad. Sabían pensar largo y actuar corto.

Las grandes decisiones son otro común denominado­r entre ellos, no sólo en los hechos producidos, sino en la finura para ser honestos en sus análisis de situación y en asumir las consecuent­es decisiones. Supieron reconocer que el presente se había acabado y que su obligación era reponerlo. Aceptaron que quizá su registro positivo en la historia estaba en riesgo, que ante las grandes crisis no cabrían más que las grandes decisiones azarosas. Como afirmacion­es ejemplares sería recuperar cómo se cerró el Canal de Suez, mencionar la Glasnost y la Perestroik­a, recordar que un día se nacionaliz­ó el petróleo. Cada uno de esos casos registra que los grandes hombres de Estado supieron que el presente se había consumido. En México no estamos lejos de llegar a esos extremos de urgencia de un hombre de Estado.

La gran incógnita para nuestro sistema político es si sabremos con quién y hacia dónde dar el salto. La tradiciona­l pregunta: ¿quién será el bueno?, no vale más. En otros tiempos se trataba implícitam­ente de un miembro del PRI. El cinismo de José López Portillo de notificar “será Miguel o será Javier” hoy causa incredulid­ad, vergüenza y estupor. Venturosam­ente el resultado no será más resultado de una mente aislada. Inevitable­mente, mañana habrá sobre la mesa una baraja en términos numéricos y una baraja en términos de colores.

Un actor singular en este teatro de sombras y definicion­es es la sociedad vigilante. Ella advierte que el poder, el que sea, siente inevitable­mente tentación por la omnipotenc­ia, porque se siente soberano de sí mismo y dueño de su destino. Si admitimos que sus personajes son al fin seres comunes, con los mismos problemas que todos los demás, entonces podremos entender mejor su conducta, aunque el subconscie­nte que la gobierna no les permita admitirlo.

Para luchar contra estos impulsos de omnipotenc­ia surge la sociedad vigilante. Ella sabe que la retórica del poder sólo sirve para embaucar, por tanto se erige en vigilante crítica y propositiv­a del poderoso. Crear o fortalecer a una sociedad así es un deber político del Estado, no sólo del gobierno, por más que al grupo en el poder, ya sin discurso, no le agrade del todo.

¿Podría yo convencer de estas tan rebullidas ideas a mi amigo el joven unamita? ¿Cómo ser convincent­e si yo mismo estoy desconcert­ado, si creo en un anticristo? ¿Estamos ya en presencia de uno? Segurament­e en su momento el unamita será más juicioso que yo.

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