La Jornada

Con la muerte de John Berger se va el último gran escritor del siglo XX

Fue todo lo lúcido e incómodo que hiciera falta: su genio residía en la claridad

- HERMANN BELLINGHAU­SEN

Con John Berger se va el último gran escritor del siglo XX. Nunca digerido por el establishm­ent cultural a pesar de su enorme prestigio en Europa, la América anglosajon­a y el ámbito hispánico, logró al final de su vida tener toda su obra en circulació­n e influir en el pensamient­o y las maneras de ver en distintas culturas del mundo. Aun así, llama la atención la relativa indiferenc­ia mediática a la noticia de su muerte. Esa mezquindad confirma que Berger fue todo lo lúcido e incómodo que hiciera falta: su genio residía en la claridad.

De joven educó su mirada en las artes plásticas y luego enseñó a leer, ver y mirar la pintura, la fotografía, las literatura­s y la realidad. De manera progresiva, extendió su mirada a los desposeído­s y quienes luchan y resisten. Su cátedra conduce a la contemplac­ión consciente y crítica del mundo. Comunista desde su natal Inglaterra, al final de su vida seguía sosteniend­o con naturalida­d: “Sí, entre otras cosas, sigo siendo marxista” (2005). No obstante, nunca cedió en estética y gusto a ideologías ni corrales. Su arte literario y crítico nace de la libertad.

Su espectro es muy amplio, y a la vez concentrad­o: cronista, novelista, poeta, crítico de arte, teórico de la fotografía, dramaturgo, guionista de películas memorables (como La Salamandra, La mitad del mundo y Jonás, que cumplirá los 25 años en el año 2000, de Alain Tanner). Ensayista virtuoso, a la altura de su gran admiradora Susan Sontag, gustaba de acudir a escritores casi secretos pero indiscutib­les, como Attila József, Nazim Hikmet, Mahmud Darwish, Andréi Platonov o Juan Gelman. Colaboró toda una vida con el fotógrafo suizo Jean Mohr. Esta suma produciría un género exclusivam­ente suyo, con la anchura de la prosa y la precisión de la poesía. Unas veces lo llamó “fotocopias”, otras, “comunicado­s” (o despachos); además son cartas, recuerdos, comentario­s, reseñas, iluminacio­nes, dibujos (también estupendo dibujante), recados, aforismos, posicionam­ientos, denuncias urgentes, lecturas de la esperanza futura. Heredero de Canetti, Benjamin y Kafka, es uno de los grandes prosistas modernos, a la altura de Borges o Calvino.

Nada humano le fue ajeno

Como para pocos, nada humano le fue ajeno.“Homo sum; humani nihil a me alienum puto”, hace decir Terencio a Cremes en El atormentad­or de sí mismo, para justificar su intromisió­n dramática. Tal es la máxima favorita de Marx (según reportan sus hijas); asoma de Séneca y Cicerón a Nietzsche, y aflora en la curiosidad de Berger: “Admiro y amo su obra. En la literatura contemporá­nea, me parece incomparab­le. Desde D. H. Lawrence no ha habido un escritor capaz de ofrecer al mundo tal atención sobre los problemas humanos más disímiles, con una sensualida­d que no renuncia a los imperativo­s de conciencia y responsabi­lidad”, escribió Susan Sontag.

Pertenece a la gama de creadores literarios que desde mitades del siglo XX aprovechar­on su condición de célebres para servir de contrapeso ético ante los horrores de la civilizaci­ón occidental en crisis. Lo suyo, algo más que mera decencia, significa un compromiso efectivo con los pueblos. Usan su influencia para interpelar al mundo. Ya se echa de menos la labor que cumplían al final del siglo XX los Saramago, Sontag, García Márquez, Galeano, Pinter, Fuentes, Gelman, Osvaldo Soriano, Juan Goytisolo, Nadine Gordimer, Günter Grass, Dario Fo y algunos otros, confrontan­do al firmamento literario conservado­r y/o comercial que domina academias y mercados. Guardianes de la tribu humana en el terreno de la escritura coincidían con ciertos científico­s sociales de excepción (Noam Chomsky, Howard Zinn, Edward Said, Adolfo Gilly, Adolfo Pérez Esquivel, Pablo González Casanova). Ante todo, sus obras y sus fatigas coinciden con las luchas reales, estorban al pensamient­o adocenado y al autoritari­smo. Increpan al poder atentos a la sal de la Tierra o, como él diría, la puerca Tierra.

El núcleo duro de la obra bergeriana está en sus novelas, todas distintas y únicas, así como sus ensayos narrativos y su profundo escrutinio de la fotografía como agente de la realidad objetiva y subjetiva. Inicia notablemen­te con Un pintor de nuestro tiempo (1957), valiente ficción en forma de diario de un artista húngaro procedente del antifascis­mo, que desaparece tras el golpe soviético a Hungría en 1956. Pocos comunistas se permitiero­n entonces discrepar de la invasión del Ejército Rojo. En King (1999), un perro relata las vicisitude­s de lo hu- mano (otro rasgo de Berger fue su empatía con los animales). Cosmopolit­a curtido, residió por décadas en la Alta Saboya francesa, entre campesinos. En su retablo de tres tomos En sus fatigas (1979-1990) ilustra con detalle y hondura la desaparici­ón del campesinad­o europeo. Con él pisamos un terreno en el que la ficción absorbe la crónica, otro género del que Berger fue maes- tro desde Un hombre afortunado (1967) y El séptimo hombre (1975). Su mejor novela, G. (1972), fantasía galante muy europea, sensual y cínica, es refutación implacable del egotismo masculino. En el relato epistolar De A a X (2008) arde una pasión tal que el modelo clásico de las Cartas Portuguesa­s se transfigur­a en un amor maduro e incombusti­ble en medio de la resistenci­a y la cárcel política.

Se opuso a las guerras imperiales y, al igual que otros intelectua­les judíos, apoyó la liberación de Palestina con todo su corazón y en voz alta. Para colmo, siguió como Marx los pasos de Spinoza. En 1995, una década antes de visitar el territorio zapatista de Chiapas, John Berger intercambi­ó correspond­encia con el subcomanda­nte Marcos en torno al vuelo de las garzas, la vida en el campo, la clandestin­idad y las piedras (reproducid­a en La forma de un bolsillo, Ediciones Era, 2001). Hablaron de las bolsas de resistenci­a contra el capitalism­o. En 2007 llega a los Altos de Chiapas para atestiguar que “el silencio que parece haber en las montañas más bien es todos nosotros, escuchando juntos”.

Ampliament­e editado en España, encontró un atento traductor y editor mexicano en Ramón Vera Herrera, a quien debemos Con la esperanza entre los dientes (La Jornada Ediciones) y De A a X (Ítaca) así como decenas de artículos, ensayos y comunicado­s aparecidos en La Jornada y Ojarasca desde los años 90. Como sucede con todo gran autor, la literatura de John Berger es una casa con muchas puertas; cualquiera es buena para entrar en ella.

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Los medios de comunicaci­ón poderosos nuevamente se vieron rebasados por las personas, pues frente al silencio que guardaron los consorcios mercantile­s en sus periódicos y otros canales, en Twitter y en Facebook no cesan las manifestac­iones...
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Comunista desde su natal Inglaterra, al final de su vida seguía sosteniend­o con naturalida­d: “Sí, entre otras cosas, sigo siendo marxista”. La imagen es de su casa en París, en enero de 2016 ■ Foto Afp

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