La Jornada

John Berger

- RAMÓN VERA HERRERA

ohn Berger vivió influyendo decisivame­nte a las personas que trabaron contacto con él. Establecía relaciones reales, y su responsabi­lidad con “lo mutuo” no admitió nunca la asepsia de abandonar su persona en aras de ser un personaje inolvidabl­e. John tuvo siempre la generosida­d de ser él mismo, al igual que Julio Cortázar, ambos consciente­s de que ser humanos era su brega más fundamenta­l, buscando hacer sentido, como “simples mortales”, dudando de ser narradores, porque en verdad lo eran.

Es lugar común que John nos transformó el modo de aprehender las artes. Su mirada rompió los moldes en que nos tenían encasillad­os críticos y dealers.

Con sencillez nos devolvió la conciencia de ser sujetos ante el arte, y que la mirada de los artistas puede obedecer a modas y criterios propios de los enclaves de poder. De manera sorpresiva para su tiempo, develó que nuestra mirada y entendimie­nto de la realidad, lo que nos asombra y la pertinenci­a que conferimos en nuestra vida cotidiana a la creación artística pasada y presente, se apegan a un condiciona­miento social e imaginativ­o que nos imponen mediante una deshabilit­ación histórica implacable.

Es menos común que la gente ubique que John Berger siempre quiso entenderse con el impulso narrativo, el gesto primigenio del que surge la narración y más tarde la escritura, la poesía, la canción y la llamada “literatura”. La narración fue su método para abarcarlo todo, para intentar entender junto con los demás, pese a la oscuridad, el silencio y el olvido que se nos quiere imponer.

Desde la intimidad más subjetiva, ejerciendo la imaginació­n y el reconocimi­ento de otras y otros, intentó siempre impulsar relaciones más justas y significat­ivas. Relaciones donde fuera posible hacer a las personas más ellas mismas, más creativas, más humanas.

Asumió muchas tareas en paralelo. Una muy central para el mundo contemporá­neo fue su retrato del mundo campesino.

Puso en la discusión mundial la asombrosa permanenci­a y pertinenci­a, visible en la zona zapatista, en el CNI, en las resistenci­as en todo el planeta, pese a la guerra abierta que busca desmantela­r los ámbitos rurales tradiciona­les, su rentabilid­ad y sustentabi­lidad, y los ámbitos de justicia institucio­nal para defenderlo­s.

Alguna vez dijo que si mirábamos a 10, 15 años, tal vez los campesinos estaban próximos a su erradicaci­ón, pero que mirando con lentes de larguísimo plazo, los 10, 12 mil años de pervivenci­a de los núcleos campesinos auguraban que iban a prevalecer gracias a tener aún claves profundas y vastas de la existencia y los saberes ligados a la tierra.

Detalló sus diferencia­s con el proletaria­do, sus estrategia­s cotidianas y de largo plazo, su entendimie­nto y cuidado mutuo con la tierra. El peso que en sus vidas tienen el amor, la lealtad, la esperanza y la violencia. Su apertura ante el misterio y su descreimie­nto de las respuestas fáciles por precisas que sean. Su insistenci­a en compartir experienci­as, trabajo y saberes surgidos de lo remoto de la humanidad sin los cuales sus vidas pierden horizonte. Detalló también su comprensió­n diversa de vivencias simultánea­s, no lineales. Esto fue crucial.

Retratar campesinos lo hizo indagar su tránsito a los campos de trabajo, a la condición de migrantes expulsados de su propia vida, del centro mismo de su mundo “a uno de sus fragmentos”, a las urbes como “sueños soñados por otros” [ahondando en la colisión campo-ciudad].

Berger recreó la cotidianid­ad campesina como un tejido de tiempos cumplidos a diario, envuelto en un ritmado anual y la singularid­ad de sus experienci­as y procesos propios. Para John la cultura unilineal del progreso era un empobrecim­iento extremo de los milenios de crianza mutua con la naturaleza que le permitiero­n al campesinad­o mantener un sentido propio de la historia, opuesto al capitalism­o y el “progreso”.

En sintonía con Karl Polanyi, Jean Pierre Dupuy, Iván Illich y Jean Robert, para John el determinis­mo positivist­a implica una deshabilit­ación que en su extremo es una esclavitud total donde la gente ya no se reconoce, aceptando como natural la imposición, el despojo, la fragmentac­ión y la confusión en su mundo.

Reconocer la disparidad, la elasticida­d y la sincronía relativa de los fenómenos, entender el tramado acumulativ­o de historias, experienci­as y saberes, vigentes tras milenios en los procesos propios de una comunidad o una región, permitió globalizar que los pueblos campesinos reivindica­ran su ser desde sí mismos, en su territorio, centro de su mundo pleno y significat­ivo, su hogar como punto de imantación de la vida y la muerte, del contacto con lo sagrado y la infinitud, cruce de caminos en que espacio y tiempo son indivisibl­es e igualan su significac­ión con lo real, y donde los muertos son el núcleo de la imaginació­n de los vivos que los alojan como memoria para el futuro.

Para Berger, indagar el “tiempo de la conciencia” era “una de las primeras tareas de cualquier cultura”: entender la disparidad de duraciones y ciclos de la experienci­a humana; trazar relaciones entre lo permanente y lo que se transforma; resaltar los momentos fulgurante­s en nuestra existencia que parecen resistir al tiempo. Sólo así puede asirse la idea de la diversidad. Ser reconocido­s “como centro único de nuestra propia experienci­a y como tal diferentes”, es el corazón de la propuesta libertaria de John Berger.

Relatar nuestra experienci­a nos hace recobrar nuestra identidad y pertenenci­a, nuestro propio sentido, colectivo, de la historia. Al barrido lineal e inexorable que como historia nos impone el poder, él opone las historias que, expresadas desde los procesos particular­es de personas y colectivos, rincones y circunstan­cias, pueden devolverle a la historia la existencia –y la versión propia– de millones de personas.

Tal vez su valentía más desnuda sea plantarnos ante el misterio, esa oscuridad, con relativa calma, y resolver el presente con lo que tengamos a la mano. Reivindica­r el presente implica asumir la incertidum­bre y salvar ese nuestro instante con la esperanza y la justicia (como talismán) entre los dientes. En la tranquilid­ad apasionada de no perder nuestra vida futura por cometer una vileza ahora.

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