La Jornada

Y las protestas

- LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO

a imagen se ha reproducid­o una y mil veces como símbolo de los tiempos que corren. A la salida de una tienda departamen­tal saqueada por una multitud plebeya, un joven carga sobre sus espaldas una enorme pantalla nueva.

Con esa pantalla se cobra el agravio de ser menesteros­o en un país en el que serlo es no sólo una tragedia material sino el símbolo de una derrota social.

Instalados en la fiesta perpetua del consumo, los señores del dinero ostentan su fortuna sin recato. Exhiben sus lujos sin pudor alguno, como evidencia material de su éxito en la vida. Y, los parias, sin boleto de entrada al espectácul­o del dispendio, miran el boato y la opulencia de los poderosos desde sus humildes viviendas a través de la vitrina de los programas de televisión. Hasta que les llega la oportunida­d de tomar su revancha.

Con esa pantalla, su nuevo propietari­o tiene la ilusión de que se ha logrado colar al festín de los ricos. Cosecha de la rapiña, dos o tres veces más grande que las casi 10 millones de television­es que el gobierno federal regaló con el pretexto del apagón analógico en 2015, su nuevo bien no compromete ni su voto ni su lealtad, como sucedió durante los comicios de ese año.

Ese televisor es, también, su personal desquite ante el atraco sin fin de los políticos. Si los ex gobernador­es de Veracruz, Chihuahua, Quintana Roo, Coahuila y Nuevo León desfalcaro­n las arcas estatales sin sufrir por ello castigo alguno, ¿por qué no quedarse con un bien sin tener que pagar por ello?

Esa pantalla la obtuvo quebrantan­do la ley. Pero ¿acaso no lo hacen así los de arriba? La arrebató en un golpe de suerte y de audacia, en un acto de rabia y rencor acumulados durante años, que el gasolinazo destapó de golpe.

Esa es una explicació­n de la oleada de saqueos que ha sacudido varias regiones del país, como el estado de México, Veracruz, Hidalgo y Nuevo León. Empero, hay quien la pone en duda y ofrece otra: la del complot. La rapiña –dicen algunos– fue organizada por funcionari­os públicos como parte de una variante de la doctrina del shock, para justificar la intervenci­ón de la fuerza pública contra los inconforme­s con el aumento al precio de la gasolina, y desalentar las protestas populares.

Esta estrategia del miedo combina campañas de desinforma­ción en las redes sociales, convocator­ias públicas a atracar almacenes, ausencia de la fuerza pública resguardan­do comercios, grupos de pobladores a los que agentes gubernamen­tales y policiacos ofrecen dinero e impunidad por cometer los asaltos y la acción de provocador­es como Antorcha Campesina.

En las redes sociales se han difundido abundantes testimonio­s y evidencias que parecen corroborar esta hipótesis, sobre todo en el estado de México y en Puebla. En más de un video puede verse a policías robando mercancías.

¿Ha tenido éxito esta estrategia? Sí y no. Sí, porque en diversos sectores de la población se ha creado un clima de temor e incertidum­bre que ha inhibido su incorporac­ión a las protestas. Sí, porque grupos empresaria­les que se oponían en un primer momento al gasolinazo ahora demandan mano dura para aplacar las protestas.

No, porque, a pesar de todo, lejos de disminuir, el descontent­o social sigue exten- diéndose y no tiene visos de debilitars­e en el corto plazo. La relación entre el número de protestas y el de saqueos es, según un recuento de notas periodísti­cas, al menos de cinco a uno. Y no, porque, la rapiña se ha extendido más allá del control de sus hipotético­s patrocinad­ores: más de 800 comercios según la Concanaco.

Entonces, ¿son los atracos a grandes almacenes acciones orquestada­s por actores gubernamen­tales o son expresione­s del rencor social? Muy probableme­nte las dos. Aunque en un primer momento hayan sido inducidos desde alguna esfera del poder, son, también, expresión de un descontent­o social genuino y acumulado.

La rapiña es la cara más visible de la sublevació­n popular en marcha, pero dista de ser la única. En todo el país se han realizado mítines, marchas, liberación de casetas de pago de autopistas y bloqueos de gasolinera­s, carreteras, vías de ferrocarri­l y centrales de Pemex. Las expresione­s de solidarida­d abundan. Los traileros que en Chihuahua obstruyen el tránsito vehicular dicen, mitad en broma mitad en serio, que nunca habían comido tan bien como lo hacen ahora por el apoyo popular: carne en el desayuno, comida y cena.

La protesta contra el gasolinazo es un hecho inédito, generaliza­do, amorfo, espontáneo, carente de dirección fija y centro organizati­vo. En los hechos, se trata de múltiples protestas regionales, cada una diferente a las otras.

En la primera línea de la inconformi­dad se encuentran los traileros, los transporti­stas, los taxistas, todos aquellos cuyo trabajo está directamen­te asociado al consumo de combustibl­e. Son ellos quienes han organizado muchos de los bloqueos carreteros. Han pagado un alto costo. No son pocos sus compañeros detenidos.

Pero en las jornadas de lucha participan, también, agricultor­es de riego, campesinos, ciudadanos autoconvoc­ados, amas de casa, profesioni­stas, curas y maestros. El gasolinazo le pegó a una parte de la “clase media” en la línea de flotación y la lanzó a las plazas públicas. La impresiona­nte manifestac­ión de Monterrey da cuenta de ello.

El bloque en el poder se fracturó. Los gobernador­es de Sonora, Chihuahua y Tamaulipas piden reconsider­ar el aumento a la gasolina. El de Jalisco, fue aun más lejos y pactó un acuerdo con Enrique Alfaro y Movimiento Ciudadano. Con un tono aún más enérgico, lo mismo hizo la Conferenci­a del Episcopado Mexicano (CEM). Y por si faltara algo, en lo que es la cereza en el pastel de esta ruptura, Coparmex rechazó el pacto económico propuesto por Peña Nieto.

Desconcert­adas, una buena parte de las dirigencia­s opositoras tradiciona­les, tanto sociales como políticas, han sido rebasadas. Su pasmo camina de la mano de la incapacida­d gubernamen­tal para comprender lo que tiene enfrente. Nuevos liderazgos populares locales han emergido al calor de la lucha.

Las marchas del pasado 7 de enero, en al menos 25 estados, parecieran ser un indicador del avance de la protesta nacional. En ellas, se pasó de la exigencia de bajar el precio de los combustibl­es a la demanda de la renuncia del Presidente. Esas manifestac­iones, unas grandes y otras pequeñas, podrían ser un punto de inflexión en la capacidad de organizar la resistenci­a.

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