Mesianismo y pananoia en la avenida Pensilvania
a ceremonia de asunción del presidente 45 de Estados Unidos, y en especial su discurso inaugural, dejaron muy en claro la concepción que Donald Trump tiene de sí mismo, de su país y de las relaciones que éste mantiene con las demás naciones del mundo. Esa imagen, de la cual había dado numerosos anticipos a lo largo de su campaña, no resulta precisamente tranquilizadora, al tiempo que sus palabras sonaron como un aviso para quienes, candorosamente, abrigan esperanzas de que las amenazas que lanzó en materia de política, economía y sociedad hayan sido sólo declaraciones electoreras que una vez en funciones no puede o no está dispuesto a cumplir.
El marco que Trump dispuso para su toma de posesión –solemne, aparatosamente grave, de una conservadora austeridad, fecundo en gritos de apoyo, pero huérfano de alegría– estuvo acorde con la retórica nacionalista y el tono profético que utilizaría en su mensaje. De “oscuro y triste” calificó a ese mensaje el analista político Rick Wilson, que no es un opositor demócrata, como podría pensarse, sino un añejo militante del Partido Republicano, es decir el del presidente. Se trató ciertamente de un discurso oscuro, pero no porque contuviera pasajes incomprensibles, sino por lo que auguraba para el futuro. Y en cuanto a su presunta “tristeza”, ésta pudo derivar acaso del victimismo que Trump eligió para presentar a un Estados Unidos profundamente inocente, débil, crédulo y perjudicado por la mala fe del mundo entero.
“Defendimos la frontera de otros países, mientras nos negamos a defender las nuestras”, dijo. “Hicimos ricas a otras naciones, mientras la riqueza, fortaleza y confianza de nuestro país desapareció del horizonte”, afirmó. “Debemos proteger nuestras fronteras de las devastaciones de otros territorios”, sostuvo. “La riqueza de nuestra clase media fue sacada de sus hogares y luego redistribuida a lo largo del mundo entero”, agregó. La perfecta descripción, en suma, de un mundo al revés.
El discurso (al que previamente Trump había definido de “filosófico”) pintó una realidad distorsionada por la nostalgia del más rancio imperialismo, cuando la potencia estadunidense se presentaba a sí misma como campeona de la democracia, modelo de desarrollo y ejemplo de los valores blancos, anglosajones y protestantes; cuando quienes tenían justamente esas características (y no todos) podían presumir de vivir el “sueño americano” que ahora buscan inútilmente los miles de dreamers que el nuevo presidente desprecia. Pero ese carácter irreal, de reaccionario paraíso perdido, fue uno de los atractivos para quienes