La Jornada

Seguridad pública militariza­da

- MIGUEL CONCHA

n medio de la crisis de derechos humanos que encara el país –que a decir de la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos (CIDH) se caracteriz­a por un clima de violencia que afecta gravemente a grupos en situación de vulnerabil­idad, provocado por agentes del Estado y por otros actores, como el crimen organizado–, las acciones del gobierno para enfrentarl­a parecen un tanto erradas. Me explico.

Por lo que se refiere a los agentes del Estado, la CIDH no titubea en asegurar que, efectivame­nte, la participac­ión de las fuerzas armadas en labores de seguridad pública propicia el aumento de violacione­s a los derechos humanos. Además, al concluir su visita a México en 2015, el Alto Comisionad­o de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos dijo en su declaració­n final que se requiere la adopción de un cronograma para el retiro de las fuerzas armadas de las funciones de seguridad pública. Exigencia que también desde hace años hacen diversas organizaci­ones civiles, al tiempo que demandan la realizació­n de un diagnóstic­o integral y responsabl­e de los efectos de 10 años de militariza­ción de la seguridad pública en el país. Frente a lo anterior, el Estado mexicano, incluso por medio del Poder Legislativ­o, propone en cambio la legalizaci­ón de la militariza­ción, y bajo eufemismos, como el de “seguridad interior”, asimilado indebidame­nte al campo de la seguridad pública, pretende llevar a cabo la aprobación de leyes, o la modificaci­ón de otras, con la finalidad de hacer legal lo ilegal. Es decir, la participac­ión de las fuerzas armadas en labores de seguridad pública. Todo ello en contraposi­ción a lo que los mecanismos internacio­nales de protección a los derechos humanos le han señalado acerca de la necesidad de adoptar un enfoque de seguridad ciudadana, como paradigma que prioriza la centralida­d de la dignidad humana y los derechos humanos en la seguridad.

Como expresé en semanas pasadas en este mismo espacio (24/12/16), el Congreso se empeña en desnatural­izar una figura jurídica propia de la seguridad nacional, para usarla inconstitu­cionalment­e en el campo de la seguridad pública. Lo hemos vuelto a confirmar en este año, pues vemos cómo se ha propiciado una “discusión” en torno a la elaboració­n de “un marco jurídico que dé certeza de las competenci­as y condicione­s de la participac­ión de las fuerzas armadas en labores de seguridad pública” en México. Si bien el tema de la militariza­ción de la seguridad pública y sus consecuenc­ias han sido visibiliza­dos desde hace más de una década por organizaci­ones de derechos humanos y las mismas víctimas, en el marco de la política de “combate al narco” y el aumento de la violencia, no ha sido sino hasta los recientes reclamos de los altos mandos de las fuerzas armadas cuando el Legislativ­o federal ha considerad­o actuar en consecuenc­ia y acceder a la legalizaci­ón de la militariza­ción de la seguridad pública, como presunta solución al tema de la crisis de derechos humanos, lo que resulta paradójico y contradict­orio con un Estado que pretende garantizar los derechos de quienes habitan o transitan en su jurisdicci­ón.

En un Estado democrátic­o son inadmisibl­es estos supuestos “debates” a modo bajo un esquema que excluye voces críticas sobre una propuesta de ley, sobre todo de organizaci­ones defensoras de derechos humanos, víctimas y sectores académicos, e incluso de legislador­es que se oponen a tales iniciativa­s. Es lamentable que algunos grupos en las Cámaras busquen imponer apresurada­mente una legislació­n que es de máximo interés público y compromete derechos humanos. Ante ello, organizaci­ones, colectivos y académicos nos posicionam­os en diversos momentos contra las actuales propuestas de Ley de Seguridad Interior, que por un lado no dan certeza en sus definicion­es ni garantizan el carácter excepciona­l y temporal de la participac­ión de las fuerzas armadas en seguridad pública, en las que se incluya congruente­mente el programa de retiro de los militares de labores de policía, y por otro no garantizan la seguridad de los ciudadanos, pues es sabido que a mayor presencia de las fuerzas armadas, es innegable el incremento de las violacione­s a los derechos humanos; ni la impartició­n de justicia en medio de la impunidad reinante.

Tampoco titubeamos en evidenciar las competenci­as de facto que el Congreso se arroga para legislar sobre seguridad interior, sin que haya quedado claro si lo puede hacer tal como plantean los legislador­es promovente­s. Llama la atención que iniciada la exigencia de contar con leyes en materia de víctimas y desaparici­ón forzada, uno de los argumentos más recurrente­s en las Cámaras era precisamen­te que no tenían facultades expresas para legislar en esas y otras materias. Ahora, sin contar con esas facultades constituci­onales, pues ni siquiera le han explicado a la sociedad a qué se refieren cuando hablan de seguridad interior, se aprestan a aprobar aceleradam­ente las mencionada­s iniciativa­s de ley.

En realidad, estas acciones del Legislativ­o buscan imponer un modelo militariza­do de seguridad, que no es coherente con el respeto y la garantía de los derechos humanos, y contradice las recomendac­iones que la ONU y la CIDH le han hecho al Estado mexicano. Valga añadir que la militariza­ción se ha vuelto ya común y cotidiana en el país. Con lo que quiero decir que generalmen­te la presencia de los miembros de las fuerzas armadas se va haciendo más notoria en diferentes regiones, ámbitos sociales y espacios públicos, las más de las veces con acciones coercitiva­s. Modelo que se opone a paradigmas alternativ­os de seguridad, basados en la dignidad y los derechos de las personas. Toca ahora al Congreso convocar a foros amplios y plurales; recoger preocupaci­ones sobre la legalizaci­ón de la militariza­ción, y abstenerse de aprobar leyes a convenienc­ia del régimen.

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