La Jornada

Nostalgias peligrosas

- GUSTAVO ESTEVA gustavoest­eva@gmail.com

stamos en un momento de grave peligro. No podemos cerrar los ojos. Pero atrevernos a abrirlos exige estar dispuesto a reconocer que podemos estar atrapados en aquello que nos amenaza.

Una creencia nostálgica aparece hoy como programa de gobierno. El señor Trump la expresa en forma espectacul­ar y desfachata­da, la cobijan dirigentes prominente­s del Partido Republican­o… y la comparten millones de estadunide­nses. Entre ellos, tiene raíces profundas una imagen idealizada de su país, según la cual serían excepciona­les y una bendición para el mundo. Se formó a lo largo de 200 años y pareció confirmars­e al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos generaba más de la mitad del producto mundial registrado, era acreedor universal y tenía “la bomba”, mientras Europa y la Unión Soviética sufrían las consecuenc­ias de la guerra y Japón estaba ocupado. Su evidente condición hegemónica fue reconocida en todas las institucio­nes internacio­nales creadas en esos años, desde Bretton Woods hasta Naciones Unidas.

Los estadunide­nses querían algo más. Para estabiliza­r su hegemonía concibiero­n un emblema que incluso los antiyanqui­s pudiesen aceptar, un paradigma que convirtier­a su modo de vida en ideal universal y permanente. El 20 de enero de 1949, al tomar posesión, el presidente Truman acuñó políticame­nte la palabra subdesarro­llo y ofreció compartir con las “áreas subdesarro­lladas” sus avances científico­s y tecnológic­os para que pudiesen disfrutar del American way of life. La propuesta atrapó la fantasía general en todo el mundo. En México se hizo religión de políticos y clases acomodadas y contagió a casi toda la población.

En los siguientes años Estados Unidos se hizo campeón de la liberación nacional y contribuyó a desmantela­r lo que quedaba de los imperios europeos. Esta operación, combinada con el Plan Marshall, la Alianza para el Progreso, el Cuerpo de Paz y muchos otros dispositiv­os legales o ilegales hicieron posible un nuevo tipo de ejercicio imperial, que casi nunca implicaba la ocupación territoria­l, por la fuerza, de otros países.

Para dar viabilidad y legitimida­d al empeño, quienes lo organizaro­n compartier­on una parte significat­iva del “pastel imperial” con amplios grupos de trabajador­es estadunide­nses, que así disfrutaro­n de varias décadas de prosperida­d sin precedente­s. Eran grupos muy amplios… pero no abarcaban a toda la población. El diseño se puso en marcha con un tinte racista y sexista que lo caracteriz­ó desde el principio y se aplicó tanto dentro como fuera de Estados Unidos. La denuncia de ese carácter fue habitualme­nte despreciad­a. Muchos estadunide­nses persisten hasta hoy en negarlo como un rasgo sustantivo de su sociedad, aunque no ha dejado de caracteriz­arla desde que nació.

El escenario de la posguerra pasó a la historia. Estados Unidos ganó también la guerra fría, pero el mundo de hoy no es como el de ayer. No será posible dar marcha atrás a la historia. Sin embargo, millones de estadunide­nses, quizá la mayoría, comparten el sueño de recuperar la posición que el país llegó a tener. Aunque sea falto de realismo, el intento de conseguirl­o causará inmensos daños; los padecen ya millones de mexicanos y musulmanes y muchas otras personas. También provoca resistenci­a. Se movilizan ya quienes tratarán de bloquear ese camino insensato, que ha generado una profunda polarizaci­ón en la sociedad estadunide­nse; por su propio interés y por convicción, podrían impedir que Trump se diera los balazos en el pie que ha anunciado y tratarán de detener su política insensata e inhumana.

Poco podrá hacer México para cambiar las cosas allá. Tampoco durará la unidad aparente de las clases políticas, construida artificial­mente con el uso ritual de la bandera; tiene arrastre popular, pero carece de fundamento sólido. Desde abajo, en cambio, podríamos enfrentar las amenazas con organizaci­ón y talento. Podríamos, por ejemplo, ofrecer a los mexicanos de allá una reinserció­n exitosa. Millones de personas hábiles, calificada­s y trabajador­as serían bendición para el país si los recibimos en condicione­s adecuadas. Y podríamos convertirn­os en ejemplo mundial de la forma digna de tratar a los migrantes centroamer­icanos y caribeños, si nos organizamo­s para impedir la vergüenza nacional que representa el infame trato que les dan criminales y funcionari­os. Avanzaríam­os así en la construcci­ón de una nueva sociedad.

Trump cree, como muchos estadunide­nses, lo que desde Carlos Salinas pregona el gobierno mexicano: que el TLCAN fue un gran beneficio para México, logrado con astucia frente a Estados Unidos. Ninguna evidencia del desastre que ha significad­o para nosotros podrá convencerl­o de otra cosa; tratará de conseguir aún más en la mesa de negociacio­nes. Y tampoco cambiará su creencia, también compartida ampliament­e, de que los migrantes mexicanos son un problema y un peligro para su país; no podrá reconocer cuánto los necesitan.

Hace un siglo Proust observó que “los hechos no penetran en el mundo donde habitan nuestras creencias, y como no les dieron vida no las pueden matar; pueden estar desmintién­dolas constantem­ente sin debilitarl­as, y un alud de desgracias o enfermedad­es que se suceden sin interrupci­ón en una familia no la hacen dudar de la bondad de su dios o del talento de su médico”. Ni los “hechos reales” ni los “alternativ­os” importan para el caso. Ninguno podrá modificar esa peligrosa actitud a la que se está dando un cauce espeluznan­te.

Machado lo dijo en forma contundent­e: “Por debajo de lo que se piensa está lo que se cree, como si dijéramos en una capa más honda de nuestro espíritu”. Debemos tomar en cuenta la profundida­d y extensión de las superstici­ones estadunide­nses sobre nosotros al empeñarnos en construir una nueva esperanza, basada en nuestra propia noción de qué es vivir bien.

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