La Jornada

La lección de Justin Trudeau

- ROBERT FISK

leva meses convertirs­e en un verdadero malvado, volverse contra toda una raza de personas, alardear de su falta de compasión, fustigar hasta a los aliados más cobardes para hundirlos en un silencio servil mientras se enloda al nombre de su propio país. En cambio se necesitaro­n apenas unos segundos para que Justin Trudeau humillara a Donald Trump el fin de semana. Todo lo que dijo fue: “Bienvenido­s a Canadá”, y su propio país helado, gruñón y glorioso se convirtió en la Tierra de los Libres.

Fue una lección, en caso de que tenga la inteligenc­ia para pescarla, para nuestra pequeña falderilla, cuya temerosa complicida­d cuando se le pidió, en repetidas ocasiones, responder a la maldad del corazón de Trump, puso en vergüenza a su propio gabinete de bufones. ¿A esto nos ha llevado el Brexit?

Entonces, apropiémon­os del tuit que ella debió haber enviado después de su reunión con el presidente estadunide­nse, con quien ella desea una “relación especial”: “A quienes huyen de la persecució­n, el terror y la guerra, los británicos les damos la bienvenida, sea cual sea la fe que profesen”. Incluso tiene cierto toque de agallas británicas, como las que unas cuantas almas buenas demostraro­n cuando trajeron a los hijos judíos del Kindertran­sport.

Pero para Theresa May era demasiado. El mensaje no fue enviado a las masas que ansían respirar en libertad por una orgullosa Albión, sino por un Canadá unido y pleno de confianza en sí mismo. Será Canadá el que abra sus puertas “a quienes huyen de la persecució­n, el terror y la guerra”, no una Gran Bretaña cuya lastimera primera ministra anda implorando tratados comerciale­s que rescaten nuestro orgullo a un hombre a quien nada le importa (igual que a ella) si los musulmanes británicos también quieren visitar Estados Unidos.

La repetición que hizo Trudeau de una foto en la que se le muestra saludando a un niño sirio en el aeropuerto de Toronto, hace poco más de un año –el primero de 39 mil refugiados en llegar a Canadá– valió por mil palabras. En vez de esconderse detrás del duro enfoque de “al césar lo que es del césar” de May, Trudeau simplement­e hizo saber que “esperaba tener la oportunida­d de comentar con Trump el éxito de la política canadiense de inmigració­n y refugiados”.

No, Trudeau no condenó a Trump. No era necesario. No sólo porque 75 por ciento de las exportacio­nes de Canadá van a Estados Unidos. No porque más de 20 por ciento de la población canadiense esté formada por inmigrante­s nacidos en el extranjero. No porque el propio ministro de inmigració­n de Trudeau sea un hombre de doble nacionalid­ad que llegó a Canadá como refugiado somalí –de uno de los siete países cuyos refugiados han sido puestos “temporalme­nte” en la lista negra de Trump. Tampoco necesitó restregárs­elo en la cara a Stephen Harper, el conservado­r primer ministro derechista antinmigra­nte y antimusulm­án al que venció decisivame­nte en las elecciones nacionales de octubre de 2015. Harper quería establecer una línea de emergencia para reportar a la policía “prácticas culturales bárbaras”.

Claro, no necesitamo­s ponernos románticos. Trudeau es un tipo listo que tiene el mismo don de su padre de irritar y entusiasma­r a su nación al mismo tiempo. Pierre Trudeau despidió al movimiento por la soberanía de Quebec en una forma para la que May no tuvo el temple cuando fue confrontad­a por el Ukip y sus propios separatist­as cultivados en casa. Pero Pierre era también un hombre vanidoso y engreído, y el joven Justin –con su frío desdén hacia los magnates y su inclinació­n a promoverse– no carece de fallas. Su esposa, Sophie, es mucho más lista que Melania; no tiene que copiar los discursos de Michelle Obama cuando habla en público. Pero, ¿tenía que posar la pareja canadiense para Vanity Fair?

Y no todos los inmigrante­s de Canadá están en un lecho de rosas. En algunas partes de Toronto existe una mentalidad de gueto. En el oeste de la capital se puede pintar el Misisipi de color verde musulmán. Hay bandas tribales en las grandes ciudades. La diversidad no siempre significa fortaleza, como tuiteó Trudeau. Pero para el caso se puede pintar de verde Dearborn, Michigan. A algunos inmigrante­s canadiense­s les va mejor que a otros. A los afganos les cuesta trabajo asimilarse.

Pero Canadá quiere que los inmigrante­s mantengan viva su cultura en su nuevo hogar. El gobierno estimula estaciones de radio y periódicos en lenguas extranjera­s. Empresas canadiense­s han aprendido a colocar a sus mejores empleados paquistaní­es, chinos o árabes como directivos de sus filiales en sus países de origen.

Y por tanto, el gobierno de Trudeau ha incluso asegurado que sus ciudadanos de doble nacionalid­ad no serán acosados por el Departamen­to de Seguridad Interior cuando visiten Estados Unidos. ¿Acaso May hizo eso? Olvídenlo. No son esos los ciudadanos británicos que le interesan.

Trump no es un Roosevelt o un Kennedy… ni siquiera un Bush, por lo que valga. Pero May tampoco es Churchill. Ni siquiera una Attlee o Macmillan o incluso un John Major. Carece de lo que muchos partidario­s del Brexit no pueden encontrar en su alma. No es sólo que les falte compasión… ni siquiera por los propios musulmanes británicos. Ella no tiene lo que Churchill mencionaba con mucha frecuencia y lo que más valoraba: magnanimid­ad. Pero para poseer esa cualidad hay que ser valiente. Como ese arrogante, altanero, pagado de sí mismo pero valeroso joven que es el primer ministro de Canadá.

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