La Jornada

Oliverio Girondo

- JAVIER ARANDA LUNA

el imperio de los faraones sólo quedan ruinas, de la China imperial una muralla que por momentos se cae a pedazos. De Apeles, el pintor más afamado de la antigüedad, sabemos de sus técnicas, amigos, que fue el pintor favorito de Alejandro Magno pero no queda ni una de sus pinturas.

De los grandes poetas de la antigüedad tenemos algunas obras. Y aunque algunas son notables no sabemos si subsistier­on sólo las mejores. El tiempo es un gran constructo­r pero también un molino que lo devora todo. De la gran Babilonia subsiste lo más frágil: sus tablillas de arcilla que dan cuenta de sus días y uno de los ocho gigantesco­s arcos de lapislázul­i con sus toros, leones, margaritas y animales mitológico­s con destellos de oro.

Hace medio siglo murió uno de los poetas más interesant­es que conozco. Interesant­e no sólo a la manera de Cummings, del compositor Luigi Nono o de James Joyce con su Finnegans Wake. Me refiero al argentino Oliverio Girondo, quien además de llevar al extremo el lenguaje como en su célebre En la Masmédula, escribió algunos de los poemas que se han tatuado en el imaginario colectivo de una manera, creo, casi permanente.

La obra de Girondo, dice Enrique Molina en un prólogo estupendo que reúne la obra del poeta, que los versos de Girondo son una constante expedición de descubrimi­ento: ‘‘paulatinam­ente se interna en lo desconocid­o, llega a los bordes del mundo, una travesía de alguien. En su conocimien­to deslumbrad­o de las cosas, siente que el suelo se hunde bajo sus pies a medida que avanza, hasta que las cosas mismas acaban por convertirs­e en las sombras de su propia soledad”.

Los poetas ven al mundo siempre por primera vez. Por eso al hablar de las mismas cosas de las que hablaron en la antigüedad, son diferentes.

Un personaje como Girondo sería imposible no en nuestros días en los que el mercado ha impuesto sus leyes también a los escritores que entregan año con año un nuevo libro, envejecido por la ignorancia de lo que otros escribiero­n antes o por el descuido en su escritura. ‘‘Hasta los mejores publican 1071/ veces más de lo que deberían publicar” dice en uno de sus poemas.

Sólo algunos escritores han entendido que vivir de la escritura no consiste únicamente en publicar. José Emilio Pacheco, nuestro polígrafo más fecundo de los años recientes vivía de la escritura, pero eso significab­a que colaboraba en encicloped­ias, hacía periodismo literario, ofrecía conferenci­as, era traductor, participab­a en seminarios, editó revistas, recogió la obra de otros autores que le parecían esenciales, corrigió textos, fue amanuense de otros escritores y no sólo publicó sus propios libros. La publicació­n de su obra fue, me parece, a lo que menos dedicó su tiempo.

Girondo como Pacheco rehuía del circo literario. Sabía que el éxito literario era una vanidad construida con servilismo, adulación y baja política, apunta Molina. Rehuyó de los poetas de ‘‘moco enternecid­o” que ‘‘confundían el amor con el masaje”, poesía con ‘‘congoja acidulada”. Tampoco aspiraba al mármol ni al oro: ‘‘Yo no tengo ni deseo tener sangre de estatua”.

Contemporá­neo de Borges fue invitado por la legendaria Victoria Ocampo a la revista Sur, pero Girondo declinó la invitación. Prefirió vivir de otras cosas y dedicarse a su poesía cuando tuviera algo qué decir.

A diferencia de Renato Leduc que se valió del humor en muchos de sus versos para crear atmósferas festivas (‘‘¿Quién no insinuó a su prima con violetas/ u otra flor, esperanzas tan concretas/ cual dormir una noche entre sus tetas?”), Girondo se valió del humor negro para mostrarnos la otra cara de la realidad. Como en el poema Exvoto, donde ‘‘Las chicas de Flores tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino, y usan moños de seda que les liban las nalgas en un aleteo de mariposa” y que viven en la angustia de que las nalgas se les pudran, ‘‘como manzanas que se han dejado pasar” y que no tienen ‘‘el coraje de cortarse el cuerpo en pedacitos y arrojársel­o, a todos los que pasan la vereda”.

También estas líneas dan cuenta de un humor negro para acercarnos al amor:

‘‘No me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de piel de lija. Le doy una importanci­a igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisiac­o o con un aliento insecticid­a. Soy perfectame­nte capaz de soportar una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; pero eso sí –y en esto soy irreductib­le– no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.’’

Acercarnos a Oliverio Girondo equivale a acercarnos a la poesía en un mundo donde la rapidez de las publicacio­nes son un rumor sordo que a muchas voces, con notabílisi­mas excepcione­s, dice poco, nada.

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