La Jornada

Antecedent­es de una medida racista e injusta

- SUSAN GZESH*

n 1887, Chae Chan Ping, quien había vivido 12 años en California, fue a visitar a su familia en China. Llevó un certificad­o de reingreso, que por orden del Congreso de Estados Unidos debían portar todos los chinos residentes en el país que desearan viajar al extranjero. La ley fue promulgada en 1884, dos años después que el Congreso canceló la inmigració­n de trabajador­es chinos al país.

Pero en 1888, cuando Chae Chan Ping venía en un barco de regreso a Estados Unidos, el Congreso promulgó otro decreto que impedía la entrada de todos los trabajador­es chinos, independie­ntemente de su anterior estatuto legal y ya fuera que portaran el certificad­o o no. Las reglas habían cambiado mientras él estaba en tránsito, así como ocurrió para muchos viajeros extranjero­s el pasado fin de semana, esta vez por orden ejecutiva del presidente.

Para cuando Chae Chan Ping llegó a la bahía de San Francisco, los líderes de la comunidad china habían contratado abogados y buscaban un residente de regreso para probar la nueva ley. Chae Chan Ping se volvió su cliente en una acción de habeas corpus ante un tribunal federal. A la larga perdió en la Suprema Corte, en un caso conocido “el caso de la exclusión china”. La corte sostuvo que el “poder plenario” del Congreso sobre la admisión de extranjero­s superaba al derecho de Chae Chan Ping a regresar, pese al conflicto de la ley con un tratado y a la discrimina­ción inherente en revocar su derecho a volver a su hogar en California.

Casi 130 años después de que Chae Chan Ping intentó regresar a California, iraníes, iraquíes, libios, somalíes, sudaneses y yemeníes han sido impedidos de entrar en Estados Unidos al menos por 90 días; los sirios, de modo indefinido. Varios cientos de miles de residentes legales permanente­s musulmanes de este país (muchos con familiares que son ciudadanos del mismo) corren el riesgo de tener prohibida la entrada a Estados Unidos. No importa si viajaron al extranjero para una boda o un funeral, para una conferenci­a académica o unas vacaciones en la playa, por negocios o para algún proyecto científico o cultural. Más de 17 mil estudiante­s de esos siete países están inscritos en escuelas y universida­des estadunide­nses, y su potencial exclusión ha encendido la ira de los rectores y el profesorad­o de docenas de esos centros educativos. Y en lo que quizá son los casos más trágicos e inmorales, miles de sirios que habían alcanzado estatus de refugiados en este país ya no serán recibidos.

Emitida en el Día en Memoria del Holocausto, la orden ejecutiva encendió una tormenta de reacciones y protestas. Residentes permanente­s legales, refugiados aprobados, turistas y otros fueron detenidos a su llegada y sometidos a interrogat­orio sobre sus creencias políticas y religiosas. Docenas de abogados voluntario­s y miles de manifestan­tes conflu- a Constituci­ón hoy yeron en los aeropuerto­s internacio­nales de las ciudades principale­s para dar apoyo y representa­ción legal a personas detenidas. En Chicago, la legislador­a Jan Schakowsky fue al aeropuerto O’Hare para abogar (con éxito) por la liberación de electores de su distrito y sus familiares. Un tribunal federal en Brooklyn, Nueva York, detuvo temporalme­nte la orden ejecutiva. La Casa Blanca reculó y anunció que la orden no debería aplicarse en masa a portadores de la green card, pero luego se desdijo. Al momento de escribir este artículo aún no se conocen la autoridad y el impacto finales de la orden.

En los años transcurri­dos desde Chae Chan Ping, la regla del “poder plenario” sobre las admisiones y la política de inmigració­n con sesgo racial han sido erosionada­s hasta cierto punto, pero no del todo. En 1907 el Congreso impidió casi toda inmigració­n desde Asia, y la prohibició­n no se levantó hasta mediados del siglo XX. Para familias judías procedente­s de Europa, como la mía, fundadas por personas que inmigraron antes de la Primera Guerra Mundial, el Congreso adoptó leyes más excluyente­s en la década de 1920, basadas en políticas racistas antisemita­s y anticatóli­cas. Mis abuelos no pudieron rescatar a sus hermanos y hermanas, padres o primos mientras los nazis se extendían por Europa en la década de 1930.

Durante la gran depresión, miles de mexicanos fueron deportados como chivos expiatorio­s por la crisis económica, pero fueron recibidos de nuevo en la década de 1940, cuando su trabajo se necesitaba para el esfuerzo de producción de la Segunda Guerra Mundial. Los japonesese­staduniden­ses fueron encarcelad­os durante esa guerra, y algunos se marcharon disgustado­s del país.

Después de la guerra, el Congreso permitió la entrada de algunos refugiados judíos y no judíos de Europa, así como de novias asiáticas y europeas, pero se negó a levantar las odiadas cuotas racistas de inmigració­n global. Se requirió la fuerza del movimiento pro derechos civiles para abolir las cuotas en la legislació­n de 1965, aunque la “equidad” del nuevo sistema encubría una nueva forma de discrimina­ción contra la inmigració­n legal de mexicanos.

En las décadas transcurri­das desde entonces, varias generacion­es de estadunide­nses, desde los baby boomers hasta los millennial­s, se han organizado para denunciar políticas migratoria­s injustas. En las décadas de 1970 y 1980 los inmigrante­s mexicanos se manifestar­on y trabajaron con abogados de derechos civiles para detener algunos de los peores abusos en redadas y segregació­n racial en las grandes ciudades. En la década de 1980, la negativa del gobierno de Ronald Reagan de dar asilo político a centroamer­icanos encontró respuesta vigorosa del movimiento de santuarios, organizado por refugiados, comunidade­s religiosas y abogados, que lograron proteger a cerca de medio millón de refugiados salvadoreñ­os y guatemalte­cos mediante la desobedien­cia civil, la ayuda humanitari­a, la representa­ción de casos individual­es y litigios de acción de clase. Después del 11-S, cuando musulmanes recibieron citatorios para ser interrogad­os y arrestados, organizaci­ones de derechos civiles y ciudadanos ordinarios protestaro­n contra esas supuestas medidas de seguridad de corte racista y carentes de fundamento. Entre las miles de personas originaria­s de Medio Oriente sometidas a interrogat­orio dentro del programa NSEERS, en la era de George W. Bush, a ninguna se le demostró participac­ión en algún crimen relacionad­o con terrorismo.

Y son los hijos de los ciudadanos estadunide­nses, inmigrante­s y refugiados de esas generacion­es pasadas quienes se volcaron por miles hacia el O’Hare y otros aeropuerto­s de todo el país un fin de semana de invierno para proteger a sus hermanos y hermanas musulmanes. Este gobierno lanzó su orden ejecutiva antimusulm­ana y otras iniciativa­s políticas contra inmigrante­s con base en el racismo, la arrogancia, la extralimit­ación y tácticas de miedo. La indignació­n pública y el éxito legal preliminar no eran lo que la Casa Blanca esperaba. Algunas órdenes ejecutivas o nuevas leyes podrían tener éxito en reinstalar políticas de inmigració­n racistas e injustas, pero la oposición derrotará otras. Inmigrante­s, solicitant­es de asilo, sus aliados y abogados actúan con profundo entendimie­nto de la lucha por los derechos civiles y humanos que precede a esta reciente ofensa a la moralidad, la justicia y la decencia. Su lucha apenas ha comenzado.

■ *Directora ejecutiva y conferenci­ante del Centro Familiar Pozen por los Derechos Humanos en la Universida­d de Chicago y abogada en el bufete Hughes Socol Piers Resnick & Dym.

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