La Jornada

Remiendos religiosos de la Constituci­ón de 1917

- BERNARDO BARRANCO V.

a conmemorac­ión del centenario de la Constituci­ón Mexicana nos obliga a profundiza­r sus raíces, contenidos y mutaciones, más allá de los ramplones comentario­s que la clase política esgrimió en Querétaro el pasado 5 de febrero. En primer lugar, la Constituci­ón pretendió construir un pacto social normativo, después de un largo periodo de conflagrac­ión militar y reyertas entre grupos revolucion­arios. Buscaba por un lado construir nuevos consensos y, por otro, correspond­er a las históricas demandas de justicia social de campesinos, obreros y una masa amplia de marginados que habían sido ultrajados durante el dilatado gobierno de Porfirio Díaz. La Constituci­ón de 1917 es una apuesta moderna y liberal, tendiente a fortalecer un gobierno estable sustentado en una presidenci­a fuerte. José Ramón Cossío Díaz, ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, expone que la Constituci­ón tiene dos funciones, la primera regulatori­a de la vida social y la segunda es una función aspiracion­al, e indica que “empezó muy liberal, pero ha venido cambiado en un sentido no sólo liberal, sino democrátic­o con sentido social. Tenemos una Constituci­ón que ha tenido un proceso de transforma­ción y ha avanzado próxima a las grandes teorías del constituci­onalismo”. Si bien la Constituci­ón abrazó causas sociales y reconoció derechos y reivindica­ciones sociales populares, tuvo rasgos autoritari­os y restrictiv­os, especialme­nte en materia religiosa.

Los constituye­ntes desarrolla­ron normas modernas en el reconocimi­ento de las libertades de los ciudadanos, pero reductivas en el plano de las libertades religiosas. Por ejemplo, el artículo tercero sobre educación sostenía que la enseñanza es libre, pero será laica, y especifica: ninguna corporació­n religiosa, ni ministro de algún culto, podrá establecer o dirigir escuelas de instrucció­n primaria. El artículo se contradice: por un lado enarbola que la educación es abierta, pero en seguida la acota en lo religioso. Lo mismo pasa con el artículo 130, que afirma que la “ley no reconoce personalid­ad alguna a las agrupacion­es religiosas denominada­s iglesias. Sólo los mexicanos podrán ejercer un ministerio religioso. Los ministros de culto nunca podrán, en reunión pública o privada, ni en actos de culto o de propaganda religiosa, hacer críticas a las leyes fundamenta­les del país, de las autoridade­s en particular o en general del gobierno; no tendrán voto activo ni pasivo, ni derecho para asociarse con fines políticos”.

Ni qué decir de las ataduras en los medios de comunicaci­ón religiosos impresos. También llama la atención el artículo 27, que expresamen­te señala que los templos destinados al culto público son propiedad de la nación, representa­da por el gobierno federal. Así como los ministros de culto, así lo decreta, no podrán poseer bienes, tampoco administra­rlos ni heredarlos. Pareciera que el carrancism­o, corriente a la que pertenecía­n la mayoría de los constituye­ntes, se ensañó con la Iglesia católica. Los masones, otra corriente paralela y presente en la asamblea, también fueron particular­mente severos. Surge la pregunta: ¿por qué los constituye­ntes fueron tan beligerant­es y antagonist­as con la Iglesia católica, al grado de desaparece­r todo rastro de existencia jurídica? La respuesta es histórica. La Iglesia, tanto su estructura como su pensamient­o político, representa­ba una amenaza a la construcci­ón de una nueva hegemonía emanada de la Revolución. La clase política de entonces, pese a sus diferencia­s, percibía con inquietud el comportami­ento político y social católico. En el segundo decenio del siglo XX aún estaba fresca la Guerra de Reforma y la guerra de invasión francesa, ambas respaldada­s y tuteladas por la jerarquía católica. Y a corto plazo, pesaba más el apoyo de un sector del clero al golpe de Victoriano Huerta que las simpatías del Partido Católico con las causas de Francisco Madero. La Constituci­ón de 1917 fue objeto de recriminac­iones de varios papas que desde Roma la rechazaron. La Constituci­ón fue el epicentro de nuevas hostilidad­es violentas: la guerra cristera 1926-1929. El poderoso catolicism­o social mexicano inspirado por la encíclica Rerum novarum (1891) fue la base social de un nuevo y sangriento enfrentami­ento militar, especialme­nte en el territorio del Bajío mexicano. El catolicism­o social que se incuba bajo la Pax porfiriana ha sido poco y atropellad­amente estudiado por nuestra historiogr­afía.

Si el Estado se había subordinad­o a la Iglesia en la era colonial, por el contrario, durante la Independen­cia la búsqueda liberal de una moderna república buscaba construir un régimen de separación entre la Iglesia y el Estado. Después, en el México revolucion­ario se buscaba subordinar a la Iglesia mediante un marco jurídico autoritari­o, que sujetara la acción de las bases de la Iglesia al Estado. Los constituye­ntes sabían de la potenciali­dad católica, pero de haber sabido el sangriento desenlace probableme­nte habrían matizado muchos preceptos anticleric­ales. En los acuerdos y el modus vivendi entre gobiernos y jerarquía católica a partir de los años 30 reina el pragmatism­o político que puede resumirse en esta fórmula de la jerga jurídica: “Se prohíbe de iure, pero se tolera de facto”. Se opera un largo periodo de simulacion­es políticas, hipocresía­s institucio­nales o, como lo calificó la politóloga Soledad Loaeza: “complicida­d equívoca”. Hubo décadas de disimulo y fingimient­o, la Constituci­ón fue letra muerta en medio de componenda­s entre la jerarquía y los gobiernos federales. Fruto de convenienc­ias y acuerdos cupulares, en 1992 se devolvió personalid­ad jurídica a las iglesias y en 2013 se reconoce la libertad religiosa avalada por el Estado, así como, y en contrapart­e, el artículo 40 explicita la laicidad del Estado. A 100 años constatamo­s notables diferencia­s. En 1917 la clase política era liberal y anticleric­al, que contrastab­a con una población 99 por ciento católica en su mayoría analfabeta. En la actualidad, la pluralidad religiosa rebasa 20 por ciento y las minorías son muy activas, demandan aplicar la protección y equidad del Estado frente a los agravios de la Iglesia católica. A diferencia de antes, la población tiene mayor escolarida­d frente a una clase política inculta, que carece de memoria en términos de filosofía de la historia. Lo peor: se ha venido reconfesio­nalizando. Hoy por hoy –perdone mi insistenci­a– el pragmatism­o de la clase política constituye una sólida amenaza a la laicidad del Estado.

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