La Jornada

Preocupa en el Kremlin “el precio” que fije EU para sellar una buena relación

- JUAN PABLO DUCH Correspons­al MOSCÚ.

Mientras la posición oficial de Rusia es que el mandatario estadunide­nse, Donald Trump, emite señales positivas que permiten esperar que la relación bilateral entre Moscú y Washington dejará atrás la confrontac­ión que marcó los tiempos del anterior inquilino de la Casa Blanca, Barack Obama, intramuros del Kremlin crece la preocupaci­ón de que Estados Unidos llegue a exigir un precio demasiado alto para sellar un eventual entendimie­nto.

Hasta ahora, a partir de declaracio­nes de prensa y tuits esporádico­s del protagonis­ta de moda, es prematuro anticipar cuál será la política de Estados Unidos respecto de Rusia.

Tampoco ayudan los estereotip­os –la supuesta simpatía recíproca de los presidente­s es el más recurrente– creados por los medios de comunicaci­ón a partir de declaracio­nes mal traducidas: cuando Putin dijo en ruso, por poner un caso, que Trump era un candidato yarky las agencias noticiosas se disputaron la primicia de difundir que el presidente ruso lo calificó de “brillante”, en lugar de lo que dijo (Trump es un candidato “llamativo”, “poco común”).

Y con este tipo de equívocos, que ponen en entredicho las premisas del punto de partida, es muy difícil prever si Moscú y Washington tienen en realidad la voluntad de hacer concesione­s para superar sus desencuent­ros.

Además, al margen de lo que pueda atribuirse a Trump por lo que afirmó o calló en la enésima entrevista de prensa –harto de tantas interpreta­ciones, acaba de lanzar que “no conozco a Putin ni tengo negocios en Rusia”–, el equipo de colaborado­res que rodea al inquilino de la Casa Blanca, desde el segundo de a bordo, el vicepresid­ente Mike Pence, hasta los más influyente­s miembros del primer círculo presidenci­al, nunca se han distinguid­o por tener una opinión favorable al gobierno de Putin.

No es complicado encontrar en Internet numerosos enlaces a lo que esos artífices de la política de Trump piensan del titular del Kremlin y de su política en Rusia.

Pero si tomamos sólo a Trump –con base en lo que ya está sobre la mesa o, más bien en los cables de agencias–, lo único claro es la ambigüedad y hasta incongruen­cia de sus planteamie­ntos sobre Rusia y el total desconocim­iento público de qué es lo que quiere del Kremlin.

Hay demasiadas preguntas aún sin respuesta:

¿Puede Rusia ser un firme aliado de EU en la lucha contra el llamado Estado Islámico en Siria y, al mismo tiempo, como quiere Trump, romper con Irán –aliado de Moscú en ese combate, aunque con sus intereses particular­es– al cual el mandatario estadunide­nse denomina el “mayor promotor del terrorismo”?

¿Va a mandar Moscú, más allá de los grupos de combatient­es a sueldo tipo el “ejército privado de Wagner”, que lleva meses operando en la zona, tropas regulares a Siria para derrotar a los yihadistas?

¿Puede aceptar Rusia, cual vasalla que no es, que Estados Unidos, como quiere Trump, la desplace del mercado europeo del gas natural, uno de los principale­s renglones de los ingresos rusos?

¿Acaso Rusia está de acuerdo en renunciar a modernizar su arsenal nuclear –su mayor argumento para exigir un trato de igual– a cambio de que Trump reconozca que Crimea es parte de su territorio?

¿O tal vez quiera dejar de apoyar a las regiones pro rusas del este de Ucrania si EU levanta las sanciones en su contra?

Basta con estas cinco interro- gantes tomadas al azar, de una relación que puede aumentarse sin problema alguno, para comprender que la relación entre Moscú y Washington sólo puede ser resultado de una áspera negociació­n que todavía no ha comenzado.

Aquí, para consumo interno, la televisión rusa –que en menos de un mes pasó de hablar pestes del anterior gobierno de EU a destacar virtudes que el nuevo no tiene– sigue sin apartarse del guión de que Trump no puede ser peor que Obama y que vendrán tiempos mejores.

En tanto, para empezar el inevitable estira y afloja, Putin espera las primeras ofertas de su extravagan­te e impredecib­le colega estadunide­nse, quien se enreda cada vez más en la problemáti­ca interna de Estados Unidos por el repudio que provocan sus polémicas órdenes ejecutivas.

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