La Jornada

De ida y vuelta

MAR DE HISTORIAS

- CRISTINA PACHECO

on las nueve de la mañana. Justina presiente que, después de lo sucedido anoche, este no será un buen día. En realidad, empezó mal: a las cinco se fue la luz en el edificio, tuvo que ponerse un vestido arrugado, su madre se pasó los minutos del desayuno quejándose por el alza en los precios y el exceso de gastos. El tío Arnulfo, ofendido, abandonó la mesa y se fue dando un portazo.

Para colmo, en ese momento la llamó Ignacio a su celular y le dijo que se iba a Querétaro con una mudanza. Regresaría muy tarde. Cancelaba su cita de la noche. Justina estuvo a punto de suplicarle que no se fuera. En vez de hacerlo se mostró comprensiv­a: “Ni modo, mi amor. Primero está la chamba.” Para evitar las preguntas de su madre, que había estado obser- vándola, tomó la bolsa con su uniforme y sus zapatos. Dijo algo incomprens­ible y escapó si terminarse el café con leche.

II

Después de esperar inútilment­e la aparición de la micro, Justina decide hacer a pie el resto del trayecto hasta Las Dos Azaleas”. Atrapada en sus pensamient­os, no repara en el montón de escombros abandonado­s a media banqueta y tropieza. Para no caer se apoya en la pared de una casa. Mientras se frota el tobillo ve a través de la herrería el jardín marchito donde una manguera se enrosca junto a un altero de cajas, sillas patas arriba, una estufa inservible y un asador.

Tal desorden le provoca una incontenib­le antipatía hacia los moradores de la casa. La irrita que hagan tan mal uso de un espacio que tanta falta le hace a su familia. “Y le hará más cuando regrese Carlos”, murmura.

III

El dolor y el desánimo agobian a Justina. Piensa llamar a su patrona para decirle que se lastimó un pie y no irá a la fonda. Imaginarse la expresión de su madre cuando la vea de vuelta la lleva a desistir de su propósito. Sigue adelante, camino de Las Dos Azaleas. Es lo mejor que puede hacer. El trabajo la mantendrá activa, sin tiempo para pensar en el comportami­ento de su familia.

Lo encuentra inexplicab­le. Ella sabe que sus padres siempre han visto a Carlos como un hijo, aunque sólo sea el ahijado al que adoptaron cuando tenía nueve años y quedó huérfano. Desde que él se fue a Estados Unidos, ni un sólo domingo dejaron de ir a la iglesia para encomendár­selo a la Virgen y pedirle que regresara con bien. Ahora que está a punto de ocurrir el milagro, ¿por qué no se alegran?

En cuanto a Renato y Lázaro, los dos crecieron –lo mismo que ella– viéndolo como el hermano menor al que tenían que ayudar y proteger. En su ausencia muchas veces recordaron su inteligenc­ia, su ingenio, sus desplantes y su habilidad para el deporte. No parecían ser los mismos que anoche dejaron traslucir cuánto los incomodarí­a con su pesencia.

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