Cada quien su propio instrumento
de Tierra, que realiza en Nicaragua construcciones amigables con el medio ambiente.
El acto se celebra al descampado, frente al flamante edificio que los estudiantes, adolescentes y adultos, recorren con orgullo, y unos toldos de lona nos protegen de la inclemencia del sol de la mañana. Es una verdadera fiesta y me siento contento de tener parte en ella. Debo hablar. Y el tema que he elegido es para mí una especie de parábola, la del solista y la orquesta, sobre el que insisto hace años.
Empiezo diciendo que el nuestro es un país de contrastes, porque cuando Rubén Darío nació, en 1867, las guerras civiles y las pestes habían despoblado Nicaragua, dejándola reducida a 150 mil habitantes, como resultó del censo que mandó a hacer el presidente Tomás Martínez, quien, preocupado de que los nicaragüenses fueran tan pocos, ordenó aumentarle al censo 100 mil almas más. Ya antes había mandado cambiar la Constitución política para poderse relegir, viejo vicio del que aún parece no haber cura.
Había sólo 92 escuelas de primaria para varones en todo el país, y nueve escuelas para niñas, y ya podemos imaginar la tasa de analfabetismo. Ni se publicaban ni se importaban libros. No había tampoco bibliotecas públicas.
Entonces, Rubén Darío es el solista que no tiene orquesta. ¿La orquesta completa, dónde estaba? Nacía un poeta capaz de transformar la lengua desde el traspatio, mientras la oscuridad de la ignorancia y del atraso seguían sin disiparse en un país rural, como lo sigue siendo ahora.
La palabra solista viene de solo. Cuando decimos orquesta imaginamos a gran cantidad de músicos tocando cada uno su instrumento. Si una sociedad tiene una orquesta completa, entonces cada quien será ingeniero,