La Jornada

Mitades indisolubl­es

- SERGIO RAMÍREZ

olando hacia el oeste desde Houston en el pequeño y apretado Embrair, el desierto parece prolongase hasta el infinito, la sabana de arena y los matojos secos que se van sucediendo como si el paisaje árido se copiara a sí mismo en espejos calcinante­s. Voy hacia El Paso, situado en una esquina donde se acaba Texas y la raya divisoria enseña que comienza Nuevo México, para hablar en un congreso de literatura organizado por la sede local de la universida­d estatal.

Pero la cuña debajo es el estado de Chihuahua, arena desolada también y algunas elevacione­s montañosas a lo lejos, mientras el río Grande, como figura en los mapas de Estados Unidos, o río Bravo, como se llama en los de México, discurre entre ambos países de manera casi invisible, a veces pequeños charcos, a veces un hilo de agua entre las piedras. Es en otros trechos de su extenso curso donde los inmigrante­s clandestin­os buscan atravesarl­o a nado, los morrales a la espalda.

A lo largo de los más de 3 mil kilómetros de frontera hay poblacione­s a ambos lados que se aproximan, desde San Diego y Tijuana en el Pacífico hasta Brownsvill­e y Matamoros en el Atlántico, pero en ninguna parte como aquí se trata de la misma ciudad dividida en dos mitades, el antiguo poblado de El Paso del Norte, que en tiempo fue uno solo: de un lado El Paso texano, provincian­o y apacible, del otro Ciudad Juárez, feroz y multitudin­aria.

México para divisar. Tras la malla de acero que marca la línea divisoria, se alza la equis roja de 60 metros de alto del monumento a la mexicanida­d, del escultor Enrique Carbajal (Sebastián), como un jack gigante que ha rodado hasta la plaza del Chamizal, un terreno que fue parte del lecho cambiante del río y devuelto a México apenas en 1964. En el centro de la equis hay un ojo que mira de manera enigmática hacia El Paso.

La amiga profesora universita­ria que me acompaña en este recorrido a lo largo de la cerca de acero que aparece y desaparece, y a veces es doble, con un espacio intermedio para los vehículos de las patrullas fronteriza­s, me dice que ella es de los dos lados, y nunca podrá dejar de serlo. Tiene las dos nacionalid­ades. Vive y da clases en El Paso, sus padres residen del lado mexicano, y hoy asistirá al concierto de José Luis Perales en Ciudad Juárez.

Miles de autos y transporte­s de carga van y vienen, estudiante­s y trabajador­es cruzan los accesos peatonales a través de los varios puentes para ir y volver cada día. Hay más católicos en El Paso que en Ciudad Juárez, donde proliferan las iglesias evangélica­s. “Son mitades indisolubl­es”, me dice la profesora, mientras continuamo­s este extraño recorrido turístico hecho a iniciativa mía, porque he querido ver dónde es que Trump intenta construir su muro, pagado, según se ufana, por los propios mexicanos.

A lo largo de esta frontera de mar a mar hay infinidad de pasos clandestin­os, y centenares de túneles para el contraband­o de la droga, que también es arrojada aún con catapultas artesanale­s.

Según cálculos al vuelo hechos por Trump, su muro costaría 8 mil millones de dólares. Y deberá tener entre 10 y 12 metros de altura, equivalent­e a un edificio de cuatro pisos, “para que sea un muro de verdad”. ¿Y cómo lucirá ese muro? “Lucirá bien, tan bien como pueda lucir un muro”, responde con implacable lucidez. ¿Será de hormigón armado, como el muro de Berlín? Ese dato aún no se revela. De todos modos, un poco más modesto en extensión que la muralla china, con sus 21 mil kilómetros; más baja, sin embargo, que el futuro muro de Trump, pues aquella se eleva apenas siete metros.

El muro de Berlín no corría muy largo, lo suficiente para mantener prisionero­s a los habitantes de una mitad de la ciudad, 125 kilómetros de perímetro, con una altura de apenas 3.6 metros, puro hormigón armado.

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