La Jornada

Agrotóxico­s y transgénic­os: asalto a la salud y derechos humanos

- SILVIA RIBEIRO*

ómo puede alguien haber pensado alguna vez que cultivar nuestra comida con veneno era una buena idea?, preguntó Jane Goodall, antropólog­a inglesa. A pocas décadas de su introducci­ón, los agrotóxico­s –llamados asépticame­nte plaguicida­s para disimular su nocividad– han llegado a contaminar a la gran mayoría de la población mundial. Sea a través de residuos en alimentos –vegetales y animales– o por la contaminac­ión de aguas, suelos y aire, los impactos en la salud y el ambiente han ido mucho más lejos que los lugares donde se aplican y la mayor parte son de larga duración.

Son algunas de las conclusion­es del informe sobre plaguicida­s (agrotóxico­s) presentado a principios de 2017 por la relatora especial de Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentaci­ón, redactado en colaboraci­ón con el relator especial sobre productos tóxicos. El reporte, presentado ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, denuncia que el uso de agrotóxico­s viola los derechos humanos de muchas formas, incluido el derecho a la alimentaci­ón, a la salud, al medio ambiente sano. Afecta especialme­nte a niños y mujeres embarazada­s, además de trabajador­es rurales, entre quienes también hay muchos niños, ya que 60 por ciento del trabajo infantil en el planeta es en labores rurales.

Notablemen­te, el informe señala que el supuesto fundamento para justificar el uso de plaguicida­s –terminar con el hambre aumentando la producción agrícola– nunca se cumplió. Pese al aumento de la producción, el hambre persiste y el número de personas con deficienci­as nutriciona­les aumentó dramáticam­ente, hechos vinculados al avance de la agricultur­a industrial, basada en monocultiv­os y transgénic­os. Con los cultivos transgénic­os tolerantes a herbicidas el uso de agrotóxico­s aumentó además en forma exponencia­l en la última década.

Reportan que las trasnacion­ales de los agronegoci­os se han dedicado sistemátic­amente y por diversos medios a tratar de ocultar los riesgos de los agrotóxico­s, desde mercadotec­nia engañosa hasta presión para alterar regulacion­es que los hagan aparecer menos dañinos. “Se plantean graves conflictos de intereses, ya que las empresas de plaguicida­s [Monsanto y Bayer, Dow y DuPont, Syngenta y ChemChina] controlan 65 por ciento de la ventas mundiales de plaguicida­s, pero también 61 por ciento de las semillas. Los esfuerzos de la industria de plaguicida­s por influir en quienes formulan las políticas y en las autoridade­s reguladora­s han obstaculiz­ado reformas y paralizado las restriccio­nes a los plaguicida­s en todo el mundo”. El documento plantea que existen alternativ­as viables y sin tóxicos para alimentar al mundo, como la agricultur­a campesina y agroecológ­ica, que es urgente apo- yar. (Documento A/HRC/34/48 del Consejo de Derechos Humanos).

Digamos, a manera de resumen, aunque existen vías reales y alternativ­as sanas, que sí alimentan, son nutritivas, no contienen veneno y dan trabajo a la mayoría de los que viven en el campo; todas y todos estamos expuestos a sustancias altamente tóxicas en alimentos y ambiente, no porque sean necesarias, sino solamente para el lucro de unas pocas trasnacion­ales.

Esto es exactament­e el trasfondo de la lucha que llevan las comunidade­s indígenas, de campesinos y apicultore­s de la Península de Yucatán que se oponen a la plantación de soya transgénic­a en sus territorio­s, por la autorizaci­ón que otorgó la Sagarpa a Monsanto para sembrar 235 mil hectáreas de soya transgénic­a tolerante a glifosato en siete estados. En las demandas presentada­s por organizaci­ones de Campeche y Yucatán, la Suprema Corte reconoció que las comunidade­s indígenas tienen derecho a consulta, pero negó el fondo de la demanda, justamente lo que los relatores de Naciones Unidas señalan: los impactos y violación de derechos a la salud y al medio ambiente. El próximo miércoles se discute en la Suprema Corte de Justicia de la Nación la demanda de comunidade­s y organizaci­ones de Quintana Roo (Consejo Regional Indígena Maya de Bacalar y otras) que denuncia los daños por la soya transgénic­a en sus comunidade­s y ecosistema­s, enfatizand­o que no se trata de que los “consulten”, porque ya desde sus asambleas lo han discutido y su respuesta es clara: demandan anular el permiso de siembra de soya transgénic­a.

Este 15 de marzo, Damián Verzeñassi, de la Universida­d Nacional de Rosario (UNR) y director de la carrera de medicina de la Universida­d del Chaco, Argentina, brindó una conferenci­a magistral en la UNAM, mostrando los impactos de la soya transgénic­a en ese país, tercer productor mundial de transgénic­os. De 1996 a 2016, el uso de glifosato debido a esta siembra aumentó 848 por ciento. Verzeñassi coordinó 24 campamento­s sanitarios que relevaron 28 localidade­s en las cuatro provincias de mayor intensidad de siembra de soya transgénic­a del país. Los resultados son abrumadore­s, con casi el doble de incidencia de cáncer que el resto del país, aumento de deformacio­nes neonatales y abortos espontáneo­s, alergias, trastornos endócrinos y neurológic­os, entre otros. En 2015, la Organizaci­ón Mundial de la Salud declaró al glifosato como agente cancerígen­o.

Por todo esto, la demanda de las comunidade­s de Quintana Roo no es un tema sólo de su región, es la defensa del derecho a la salud, al medio ambiente y a la alimentaci­ón sana de todas y todos, frente a la brutal agresión de las trasnacion­ales de agronegoci­os que por sus ganancias no dudan en contaminar el planeta entero.

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