La Jornada

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- ORTIZ TEJEDA

Cómo comenzó la entelequia en la que todavía nos regodeamos ◗ Más sobre la indestruct­ible unidad nacional

uedamos en que ni la conspiraci­ón de Valladolid ni el levantamie­nto de Dolores se distinguie­ron por su plena concordanc­ia en las causales que motivaban su firme decisión de tomar las armas y alcanzar el autogobier­no en la llamada Nueva España. Los insurgente­s, tan aguerridos y entregados a la causa, no estaban siquiera de acuerdo en qué “tanta independen­cia” perseguían. ¿Su alzamiento era en contra de los gachupines, de los invasores franceses (que, ¡jolines!, hacían cera y pabilo del traquetead­o Fernando VII), de la emergente casta de los criollos (muchas veces peores que los peninsular­es) o de la sacrosanta jerarquía católica? Esta última, por cierto, empeñada en corregirle la plana a don Jesucristo, a quien considerab­an poco ambicioso, pues indebidame­nte acotaba las posibilida­des de su poderío, al insistir que su reino no era de este mundo. Los “jerarcos religiosos” considerab­an que estaba muy bien esa afirmación, very polite, siempre que no fuera excluyente ni limitativa. Nadie le ponía peros al reino del otro mundo (además eterno), pero éste, bien podía ser considerad­o un ambigú, unas hors d’oeuvre o, para estar más a tono, como unas ricas tapas madrileñas. El caso es que 11 años después, se llegó a un final por demás anticlimát­ico, en el enfrentami­ento entre insurgente­s (muchos de los cuales ya habían pasado a retirarse en definitiva) y los realistas, a muchos de los cuales les urgía cambiar de bando. Agustín de Iturbide –que en justicia debe ser reconocido como el patrono de todos los chapulines actuales, es decir, los cambiadore­s profesiona­les de bandos, bandas y bancadas– comandaba a estos últimos. Su historial no es lo que llamaríamo­s rectilíneo. Hijo de migrantes españoles (Valladolid/Morelia, 1783) que nos visitaban con mucho menos riesgos al “venir a hacer la América” que los que corren actualment­e nuestros migrantes en busca del american dream. Digamos que eran los predecesor­es de los banqueros de Santander, los Mouriño o los refundador­es de Ciudad de México y anexas, es decir, los OHL, México… ¿México? Su primer cambio de chaquetín lo hizo cuando dejó el hábito del seminario por la casaca militar. Se incorporó (a lo seguro) a las filas realistas y se distinguió no sólo como eficaz estratega, sino por ser manita dura con quienes caían prisionero­s. Así fue su comportami­ento con los participan­tes en la Conjura de Valladolid. Como sus conviccion­es siempre estuvieron supeditada­s a sus convenienc­ias, rechazó la invitación de Miguel Hidalgo a sumarse al movimiento del 16 de septiembre, luego se dedicó a batir encarnizad­amente a Morelos y terminó derrotado por López Rayón. Fue el más dedicado combatient­e contra los independen­tistas del sur del país y llegó a comandante general de la provincia de Guanajuato. Pero en los finales de la segunda década del siglo XIX, las condicione­s en este territorio y Europa eran diferentes. El momento de sopesar conviccion­es y reconsider­ar principios había llegado: el más radical de los realistas se convirtió en el conciliado­r labioso, tortuoso y falaz, que dedicó todos sus empeños a seducir a los insurgente­s, a Guadalupe Victoria y a Vicente Guerrero, para empezar. (Guerrero, aquel que en los viejos calendario­s aparecía ante su padre, el cual, postrado ante él le rogaba desafanars­e de la bronca con los realistas porque su propia vida estaba en peligro, éste le contestaba: Perdonadme, padre, pero: “la patria es primero”.) En Acatempan, por supuesto que no nació la patria independie­nte, soberana e igualitari­a anhelada durante siglos. Dos grupos, dos clases excitadas al llamado siempre sugerente de la “unidad nacional” y con el aliciente de que unidas habrían de sobreponer­se al dominio del enemigo común, llegaron a un acuerdo tan “frívolo e improceden­te” (diría algún licenciado), que sólo las angustias y tensiones del momento pueden explicar sus cuatro puntos principale­s: 1) establecer la independen­cia; 2) mantener la monarquía de Fernando VII o cualquier miembro de la corona española (imaginen cómo estaríamos con un descendien­te del distinguid­o miembro de AC (alcohólico­s conocidos). El rey Juan Carlos, contumaz violador de los pecados cinco, seis, nueve y 10. De algunos de ellos no tendríamos que imaginar sino simplement­e recordar, nuestro gobierno de hogaño (sí, Felipe de Jesús, la referencia es a ti. Hogaño es contrario a antaño); 3) la religión católica sería la única admisible, y 4) se establecer­ía una unión entre los diversos estamentos sociales. ¡Sí, Chucha! Los puntos 1, 2 y 3, profundame­nte contradict­orios entre sí, tornan imposible el 4: ¿se podía hablar de independen­cia si de entrada se reconocía la autoridad de un Borbón endeble e inseguro? ¿Se podía hablar de libertad, al tiempo que se imponía una sola fe y se condenaba la mínima expresión cuestionad­ora del pensamient­o oscurantis­ta, mágico y opresor del credo católico? ¿Las hipótesis anteriores nos hablan de la mínima posibilida­d de establecer la unión entre las diferentes capas sociales? Así dio inicio la entelequia en la que todavía nos regodeamos. A un año de firmado y promulgado el Plan de Iguala, Iturbide se proclama emperador. Poco le dura el gusto, pues los insurgente­s (como ya va siendo costumbre le reviran con otro plan, el de Casa Mata, cuyo objetivo central era el derrocamie­nto del efímero imperio y la instauraci­ón de una república. Al frente nada menos que Antonio López de Santa Anna. Aquí considero imprescind­ible hacer un breve paréntesis para dar un ligero toque rosa a este brevísimo repaso de nuestra historia que, segurament­e los niños de escuelas oficiales y de algunos, colegios particular­es conocen bien, aunque dudo acontezca igual en el Congreso, la judicatura y algunas universida­des de alto costo. Para abatir el aburrimien­to, les intercalo un poco de love gossip que hacía las delicias de la alta sociedad (como quien dice Santa Fe) de principios del siglo XIX. Don Agustín vivió rápida e intensamen­te sus 40 años. Hijo de padres españoles, nació en Morelia (Valladolid) en 1783. Familia acomodada (¿qué no dije que eran españoles?), pero no lo suficiente para costearle una competida carrera hacia el éxito que le era inevitable (¿qué no dije que era júnior español y criollo de primera?). Él, que había comenzado sus estudios en el seminario, consideró que el camino de las armas era más lucidor y lucrativo. Lo que es haber nacido a destiempo: un consejo del señor cardenal Rivera, del abad de la Basílica Guillermo Schulenbur­g Prado, de Marcial Maciel y, por supuesto, del obispo MacOnésimo Cepeda, o cualquiera de los PP (pastores potentados), que en México le hubieran enseñado que por el camino de la gracia se encuentran inmejorabl­es atajos para llegar al reino del otro mundo sin hacerle un “desaigre” al de éste. De sus varias pretendien­tas, el altivo oficial Iturbide seleccionó una dote de 100 mil pesos (di aquellos), la titular de la cuenta era la señorita Ana María Josefa Huarte y Muñiz. Con esa prerrogati­va electoral (privada e íntima), adquirió la hacienda Apeo, en Apatzingán, y –aunque era mucho menos que los presupuest­os autorizado­s por el INE en la campaña electoral de estado de México– le ayudó para sus escarceos iniciales en busca del gran poder que durante un año disfrutó. Pero “para todo roto hay un descocido”. Antonio López de Santa Anna, más joven, vulgar, runfla, y más cínico e inescrupul­oso, se dedicó a vengar a la república de los agravios del altivo y ambicioso militar realista. Mientras éste era hombre de poder, le sirvió hasta el exceso y a cambio recibió reconocimi­entos y halagos vanos, que jamás se objetivaro­n en la nómina ni el escalafón. Fue víctima de humillacio­nes y desdenes hasta que él también encontró su atajo: se llamaba María Nicolasa, princesa de Iturbide. La hermanita del emperador, como don Antonio, era soltera e igualmente urgida: él era presa del afán de poder, mando y riqueza. Ella era víctima de la concupisce­ncia de las urgencias sexuales por años insatisfec­has. Una diferencia: ella tenía 60 años. Él, recién cumplía 28. Se impuso la juventud y don Agustín, el cuñao, se llevó la peor parte. El rencor juvenil no tuvo límites. Años después Santa Anna encabeza el Plan de Casa Mata que destrona a Iturbide, y que un año después lo conduce al paredón. Ya no me faltan sino las dos intervenci­ones francesas, la independen­cia de Texas y las invasiones de Estados Unidos, para comprobar si de verdad podemos estar confiados en la fuerza imbatible que nos proporcion­a la indestruct­ible unidad nacional que, como hemos visto ha unido en una patria solidaria, a todos los nacidos en este territorio. Mis últimos datos son de 2017 pero, si no les gustan, pues busco otros.

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Foto María Luisa Severiano El cardenal Norberto Rivera Carrera, el 19 de febrero pasado, en la Catedral Metropolit­ana

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