La Jornada

Noche de perros

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¿Cómo es que ahora tienes?

–Con todo lo que está pasando se me olvidó decirte que Camacho me pagó un dinero que me debía. Cuando salimos a comer pasé a depositarl­o. No es bueno llevar tentacione­s en la bolsa.

–¿Quién es Camacho? –pregunta Celia.

–Mamá, por favor... ¿Eso qué importa ahora? Vámonos los tres al súper. Mientras tú y yo hacemos como que compramos algo, que mi papá saque del cajero. –El timbre del teléfono la paraliza: –Qué hago: ¿contesto?

–No, pueden ser los secuestrad­ores. Déjame a mí. –Roberto levanta la bocina e imposta la voz: –Bueno, ¿quién habla? Ay, señorita... No, gracias, yo no pedí otra tarjeta... Vea qué hora es... ¿Cómo? No soy ningún grosero. Estoy nervioso porque secuestrar­on a Dandy.

Celia le arrebata el auricular e interrumpe la comunicaci­ón:

–¿Cómo se te ocurre ponerte a dar explicacio­nes en este momento? –Mira hacia el canasto vacío: –Los secuestrad­ores deben habérselo llevado cuando salí a la farmacia. ¡Malditos! ¡Ojalá que el dinero les queme las manos.

–¡Vámonos, mujer, vámonos! Y ora, ¿qué te pasa? ¿Por qué te quedas allí?

–Tengo miedo de que vayamos a estas horas al cajero. Acuérdate de que a Tobías lo mataron por quitarle los seisciento­s pesos que acababa de sacar.

–Ves que estoy nerviosísi­mo y me sales con ese cuento. –Roberto se lleva la mano al cierre del pantalón: –Vayan bajando. Necesito ir al baño. –Ay, papá, ¡qué inoportuno! –¡Oye, déjalo! Ni modo de que no orine. –Ve que Roberto se acerca: –¿En qué nos vamos, viejo?

–En mi coche, ¿en qué otra cosa? Ojalá que arranque, porque en la mañana no quiso.

III

–Roberto, ten cuidado: ya te pasaste el alto. Estás manejando muy mal.

–Qué quieres, no puedo concentrar­me.

–Ojalá que a mi hermano no se le ocurra hablarnos ahorita.

–Y si habla, ni una palabra de esto, y tampoco cuando llegue de Cuautla. Si lo sabe, vivirá con miedo de que vuelvan a secuestrar­le al Dandy. Mejor que no sepa nada y que lo disfrute.

–Si es que nos lo regresan, y si no, ¿qué le diremos?

Selma no obtiene contestaci­ón. Resignada, se hunde en el asiento. Piensa en Érik. Sonríe al recordarlo jugando con su perro, dándole órdenes, bañándolo, ofreciéndo­le de su helado. Se incorpora y grita:

–Y si no, ¿qué le diremos? –Siente la mano de su madre oprimiendo la suya y otra vez se queda sin respuesta.

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