Para preocuparse
rácticamente todos los días, al leer o escuchar las noticias, se percata uno casi irremediablemente de los constantes agravios a las leyes y a la sociedad en general. En lugar de escuchar como noticia insólita que en nuestra ciudad o país alguien participó en un fraude o acto ilícito, esto es más bien parte de la cotidianidad y lo que es insólito es que alguien haga un acto de gran honestidad o que miembros de alguna de las múltiples corporaciones privadas o públicas sorprendan y hagan su trabajo de manera excepcional y con gran eficiencia, cosa que debería ser la norma. Realmente, la corrupción ha invadido nuestra sociedad a un grado tal que, como las metástasis que ocurren a partir de un tumor primario, ha devastado y descompuesto el tejido social que requiere el país para salir adelante.
¿Por qué ha ocurrido esta descomposición social que padecemos los mexicanos? Es una pregunta que merece ser analizada y desde luego corregida, aunque es evidente que todo problema social, sobre todo de la magnitud de la corrupción en nuestro país, es complejamente multicausal.
Sin embargo veo dos que, en mi opinión, sobresalen. La primera se refiere a que la impunidad ante los ilícitos (chicos, medianos o grandes) es la característica esencial que rige la impartición de la “justicia”. Desde los ciudadanos que nos estacionamos donde se nos pega la gana y a cualquier hora del día nos pasamos los altos y no cumplimos con las mínimas reglas de urbanidad y civilidad, hasta los que cometen asaltos, crímenes y desfalcan bancos o gobierno, mayormente resultan totalmente impunes, pues las autoridades correspondien- tes, o no desempeñan su función primordial, que es la de ejercer su autoridad para hacer cumplir las reglas y leyes que rigen a la sociedad, o, peor aún, se dejan corromper para que no se ejecuten.
Desde la mordidita hasta la mordidota todo está diseñado para que las leyes no se cumplan. Pero, además, las leyes no sólo no se obedecen, sino que