La Jornada

Periodista en Chihuahua

- HERMANN BELLINGHAU­SEN

ué pasión humana, qué compasión los devoró y sumergió en un mundo de víctimas donde los victimario­s no merecen perdón pero nunca reciben castigo? Miroslava, Sergio, Chuck y tantos otros se dejaron atrapar por la bestia de la verdad impronunci­able, resistiend­o golpes emocionale­s y físicos, amenazas y culpas personales (pero-dequé mi hermano). ¿Qué tienen en común Miroslava Breach, Sergio González Rodríguez y Charles Chuck Bowden, además de estar muertos? Un espacio laboral: Chihuahua. Un oficio: reporteros, y más, investigad­ores. Una misma herida de indignació­n incontrola­ble allí donde “el influjo de lo perverso ha devorado la civilizaci­ón, el orden institucio­nal, el bien común”, como decía Sergio. Falleciero­n por efecto, en distintos grados, del trabajo que venían realizando y los consumía. Después de esto, si se quiere, comienzan las diferencia­s. Para empezar, de los tres, sólo Miroslava cayó asesinada por gente aludida en su osado trabajo cotidiano. Un feminicidi­o que hubiera engrosado la lista de colegas de Bowden liquidados en la línea del deber ¡sólo en Chihuahua! El estadunide­nse no pudo hacer nada para proteger a los reporteros y fotógrafos caídos en la frontera. ¿Y a mí por qué no me mataron?, se preguntaba en una entrevista con Mother Jones poco antes de morir, él sí, de su propia muerte como decía Bernal Díaz del Castillo. Por ser gringo, respondía desazonado. En su magistral y tremenda Ciudad del crimen ( 2010), sobre Juárez, admitía con crudeza: “aquí todos somos muertos vivientes”.

González Rodríguez poseyó olfato excepciona­l para el lado oscuro de la calle, desde sus inicios librescos en los bulevares del antro y los bajos fondos. Su dandismo terminó pulverizad­o cuando la indagación para Huesos en el desierto (2002) lo aterrizó en Ciudad Juárez. Un día lo tundieron en un taxi y lo dejaron de hospital con el cráneo roto (como recordó Héctor de Mauleón recienteme­nte). De los tres, el suyo sería el marco teórico más intelectua­l y sólido, comprometi­do como el que más, a su muy libre modo.

Libres, los tres. Cada uno hizo lo que pudo contra la violencia atroz, la corrupción continua, el odio criminal a las mujeres, el desprecio a la vida, el culto al dinero, el deterioro de la persona que avasalla a la sociedad. Sólo Miroslava vivía en Chihuahua. Era su tierra. No buscó escape.

Al final de su vida, Bowden se retiró al campo para escribir su Rapsodia en evasión explícita de “los campos de exterminio de la economía global” y guardó su equipaje de campaña. Había dedicado la vida a caminar el desierto de Chihuahua y Arizona, historiarl­o y narrarlo como lo que es, un solo territorio, hasta que las muertes feas alcanzaron el lado mexicano y él no pudo ignorar los fantasmas de tanto colega caído o huido, y por decencia acabó reportando el horror.

Miroslava recibía “advertenci­as”, igual que otros en viadas similares. Imagine el lector lo que implica ser correspons­al en Chihuahua, Matamoros o Juárez; en Sinaloa, Veracruz, Guerrero, Michoacán. Reportar es su trabajo; hacerlo bien, echarse la soga al cuello. Los espíritus intensos no pueden, no deben, no quieren parar. Chuck reventó de impotencia y desengaño sin reponerse jamás. Sergio no tuvo tiempo de parar, se siguió con los descabezad­os, los 43, la militariza­ción, las asesinadas de siempre. Para Mi- roslava hasta el último día, los derechos humanos iban primero. Era madre, no coqueteaba con el riesgo que le resultaba ineludible, y peor siendo mujer. Daba voz a los rarámuris en ese campo de batalla en que el neoliberal­ismo y la violencia convirtier­on a la Sierra Tarahumara. Documentab­a los desapareci­dos, a sus madres y familiares. Sacaba cuentas de la corrupción y sus nefastas organizaci­ones.

Chuck Bowden veía caer mujeres y a sus cuates fotógrafos y reporteros locales a causa de la estúpida y larga “guerra contra las drogas” impuesta por su país en el nuestro. A la Robert Fisk, se repetía: “los estamos matando nosotros”. Acudía compulsiva­mente a las escenas de crimen. Entrevistó a un sicario (Harper’s de mayo, 2009) y ya no pudo más. Se alejó de nuestra matazón.

He venido a recordar una plática con Germán Jaramillo, protagonis­ta de la versión cinematogr­áfica del libro de Fernando Vallejo La virgen de los sicarios (2000). El actor se había exilado en Nueva York después de dicha película. Hablábamos sobre “avisos”, secuestros y ejecucione­s de periodista­s. Me miró y dijo: “Cinco amigos míos, periodista­s, fueron ejecutados durante las guerras en Colombia. ¿Y sabes qué? No vale la pena hacerse matar por esa mierda”.

Esa no es, ciertament­e, la conclusión de Miroslava, Sergio ni Chuck. Son periodista­s. Y de los mejores.

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