La Jornada

Un ilegal en el paraíso

- GUSTAVO DUCH

uánto me identifiqu­é con las declaracio­nes que, ahora hace dos años, escuché por la radio de uno de los nietos de Eduardo Galeano, enfadado con su abuelo por morirse, “con todo lo que había por escribir”. Con la tinta que él usaba, un brebaje hecho de cuerpos y almas, escribiría de quienes resisten, de quienes desafían, de quienes se compromete­n, consiguien­do que las vallas y los muros que, cual carabelas todo lo colonizan, se sintieran sacudidas. Escribiría de eso, y de los desgobiern­os que las levantan y sostienen.

Y también, seguro, de hazañas en ese espectácul­o globalizad­o, capitalist­a y machista que es el futbol, deporte que a su decir “es la única religión que no tiene ateos”. De hecho, el último milagro de sus ídolos sucedido en Barcelona el pasado mes de marzo, en una remontada imposible, le hubiera dado para un trabajo enciclopéd­ico.

Ese día de actos, una hora antes de empezar el partido, recogí a Alberto Acosta –y a Jordi Gascón, su anfitrión para unas conferenci­as en la ciudad– en su hotel, en el barrio de El Raval “el único lugar de Barcelona donde no debes ir”, según recogía una antigua edición de la guía de viajes Lonely Planet, o el conocido como “barrio chino” de antes de su reforma para lucir lindo en los Juegos Olímpicos del 92. Alberto fue ministro de Energías, Minas y Petróleo del primer gobierno de Correa, en Ecuador, con el encargo de conseguir todos los dividendos posibles de la extracción del crudo que guarda la tierra de este país. Pero, y por eso le llaman de muchos lugares para hablar y explicar, Alberto Acosta en algún momento entendió que la extracción del petróleo tiene una correlació­n directa con los incremento­s de CO2 que asfixian al planeta, con la desaparici­ón de la biodiversi­dad de la que ecodepende­mos y también con la destrucció­n del ecosistema donde, en equilibrio, viven los pueblos indígenas. Y por proponer dejar en el subsuelo el mayor yacimiento de petróleo ecuatorian­o no explotado, en el parque nacional del Yasuní, fue considerad­o un loco por más de un crítico de esa idea, a mi entender, maravillos­a.

Alberto, como Galeano, es otro apasionado del futbol, y estaba incómodo en el pequeño restaurant­e sin televisión que había escogido yo, desapasion­ado del futbol. Pero la suerte estaba de su lado porque por supuesta “prescripci­ón médica” tuvimos que cambiar de local al saber que todo lo que nos podían ofrecer contenía el alérgico y letal producto que podía acabar con la vida del ex ministro: cebolla.

Así que en un corto deambular por las callejuela­s del barrio, entre lounges, bares y más restaurant­es elegantes y gentrifica­dos, apareció el Local Social del Club de Futbol Atlanta. La atracción fue irresistib­le, apretados en sencillas mesas, unas de mármol y otras de plástico, rendían devoción a una televisión esquinera seis abuelos del barrio de toda la vida junto a varios grupos de entremezcl­adas chicas y chicos magrebis, latinos, indios, paquistaní­es y dos rubios, seguro que del Este, mientras que, madre e hija regentas del negocio, circulaban incansable­s sin permitir que la cerveza faltara en ninguna preocupada garganta.

Al tomar asiento supimos que ahí se juntan, después de cada partido dominical, la hinchada de un joven club que, formado por locales e inmigrante­s, sueña dejar atrás la tercera división catalana.

Sin perder de reojo el avance de la contienda, Alberto le contó a Jordi, y me recordó a mí, precisamen­te su relación con Galeano. “En Montecrist­i, un pequeño pueblo en la costa ecuatorian­a, se elaboró y aprobó la última Constituci­ón; desde 1830, la vigésima, un récord indiscutib­le, somos un país especializ­ado en la producción de constituci­ones. Pero, dure lo que dure, esa Constituci­ón será recordada en el mundo sobre todo por la aprobación, en los artículos 71 a 74, de los Derechos

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