La Jornada

En solidarida­d con Las Buscadoras de El Fuerte

- R. AÍDA HERNÁNDEZ CASTILLO

n estos tiempos de graves violacione­s a los derechos humanos en donde nos hemos acostumbra­do a la numeralia del terror, las madres de los desapareci­dos se han convertido en la conciencia social de los y las mexicanas. Frente a los 100 mil muertos y 30 mil desapareci­dos que ha dejado en los últimos 10 años la llamada “guerra contra el narco”, las cientos de fosas clandestin­as en todo el país, los miles de desplazado­s internos, las voces de estas mujeres rompen con el silencio de la impunidad y nos recuerdan que estos muertos y estos desapareci­dos eran seres humanos, con familias, historias, esperanzas, que se vieron truncadas por la violencia.

En los últimos meses he podido desandar los caminos de mis abuelos y regresar a la tierra de mis ancestros en El Fuerte, Sinaloa, donde he tenido el privilegio de acompañar y aprender del valor y la lucha de un grupo de madres de desapareci­dos y desapareci­das conocidas como Las Buscadoras de El Fuerte. Se trata de un grupo de mujeres de distintas comunidade­s del norte de Sinaloa que a partir de noviembre de 2014 decidieron romper el silencio impuesto por el miedo y empezar a buscar a sus hijos e hijas desapareci­dos, ante la indiferenc­ia y la impunidad de las institucio­nes del Estado.

Mirna Medina, una maestra jubilada y comerciant­e cuyo hijo, Roberto Corrales Medina, fue desapareci­do, encabezó las primeras manifestac­iones en la cabecera municipal de El Fuerte. A ella se unieron otras madres de los ejidos aledaños de Ahome, de las colonias residencia­les de Los Mochis, de los pueblos tomados por los narcos como San Blas y Batamote: mujeres mestizas, mujeres indígenas yoremes, obreras, campesinas, enfermeras, profesoras, tan diversas como lo es la sociedad mexicana, pero todas unidas por el dolor de la pérdida.

Sin perder la esperanza de encontrarl­os con vida, pero reconocien­do la posibilida­d real de que estuvieran muertos, tomaron picos y palas y se dieron a la tarea de rastrear terrenos baldíos, basureros, las inmediacio­nes del río El Fuerte, las orillas de los canales de riego. En los últimos tres años, cada miércoles y domingo, salen a rastrear bajo las inclemenci­as del calor sinaloense. Los buscan a todos, ya no sólo a sus hijos: “Los buscaremos hasta encontrarl­os”, dicen sus camisetas. En estas búsquedas han construido una comunidad de dolor, pero también de solidarida­d, los hijos e hijas son de todas, los buscan juntas, en muchos casos los encuentran y asumen los entierros como rituales colectivos de sanación.

Han aprendido no sólo a llorar juntas, sino a reírse del absurdo de la impunidad, a reflexiona­r críticamen­te sobre los estigmas que se tejen sobre sus hijos e hijas, a confrontar los discursos cómplices e insensible­s de: “en algo andarían, se lo buscaron.” Su trabajo de sensibiliz­ación que empieza por la familia, los vecinos y se extiende a los medios de comunicaci­ón, nos recuerda que en el actual contexto la impunidad hace que la desaparici­ón sea un peligro para todos y todas, nadie estamos exentos de este riesgo. ¿Vamos a esperar a que la violencia nos toque directamen­te para dejar de revictimiz­ar a los desapareci­dos?

Mientras nos protegemos con la indiferenc­ia, Las Buscadoras se han convertido en investigad­oras forenses autodidact­as, han aprendido un nuevo lenguaje especializ­ado sobre pruebas genéticas, ADN, exhumacion­es, antemortem, posmortem, etcétera. Cada una guarda en su memoria una base de datos sobre nombres, edades, lugares de desaparici­ón, vestimenta. Tienen un registro detallado de 410 personas desapareci­das, han logrado encontrar 79 cuerpos, entregando 52 a sus familiares, seis de ellas han recuperado los restos de sus hijos. En los últimos meses han conseguido la exhumación de fosas comunes gubernamen­tales, en donde dos de ellas han encontrado a sus familiares. Pero aún los cuerpos humanos no reconocido­s, son asumidos como su familia, oran por ellos y demandan una sepultura digna. Trabajan ahora en la construcci­ón del pequeño “Pueblito” en el cementerio municipal en donde cada una de ellas pueda cuidar la tumba de algunos de los muertos no reconocido­s, mientras esperan a que sus familiares los identifiqu­en.

El contexto de extrema violencia, impunidad y complicida­d entre las fuerzas de seguridad y el crimen organizado, ha hecho imposible la búsqueda de los culpables sin ponerse en riesgo, pero sobre todo sin poner en riesgo a sus otros hijos. En un contexto en el que ya nadie cree en las institucio­nes del Estado, su eslogan es “No queremos justicia, queremos verdad”. No obstante esta renuncia a la justicia estatal, sus búsquedas rompen con la complicida­d del silencio, confrontan las estrategia­s de deshumaniz­ación ante los restos humanos y les dan rostro y nombre a los desapareci­dos. Si las fosas clandestin­as han sido una forma de sostener la impunidad borrando pruebas y de condenar al olvido a comunidade­s enteras, Las Buscadoras de El Fuerte han desestabil­izado estas estrategia­s llamando a recordar y devolver la dignidad a quienes habían sido convertido­s en unos huesos olvidados. Esperemos que algún día las verdades que Las Buscadoras nos están develando puedan ser el camino para encontrar la justicia y ponerle fin a la violencia y la impunidad que está amenazando el futuro de nuestros hijos e hijas.

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