La Jornada

Plaza de la Soledad

- CARLOS BONFIL

strategias de la meretriz madura. La prostituta sexagenari­a lo tiene claro: no le gustan ni los arrumacos ni que la besuqueen; todo eso hace que le salgan “roñas” en la cara. Pero sabe lo que debe hacer para que el “servicio” sea eficaz y, sobre todo, para que se repita: “El cliente quiere motivación. Te la vas llevando leve, tanteando, y así cae el billete”. Existe, por supuesto, el riesgo de enamorarse de éste, algo que puede suceder ocasionalm­ente, y cuando no hay de otra y el elegido para sólo una noche se queda varios años, la experienci­a se vive con serenidad y sabiduría, como lo hace Carmen con Carlos, su compañero de planta, dándose tiempo y maña para servir, por un rato, cada noche, a esos muchos otros clientes a los que nunca besa. Patrones similares de conducta se repiten, con mínimas variacione­s, en los testimonio­s de otras prostituta­s maduras en Plaza de la Soledad, primer largometra­je documental de la fotógrafa Maya Goded, autora del libro homónimo de fotografía­s, inspiració­n directa para esta cinta, y de un libro anterior, Tierra negra, sobre la comunidad afrodescen­diente en la costa de Oaxaca.

Como en el estupendo documental Calle López (Gerardo Barroso y Lisa Tillinger, 2013), el epicentro de una intensa actividad humana es aquí un espacio emblemátic­o de la ciudad de México, en pleno Centro Histórico, con el registro de la faena diaria de sexoservid­oras entre 70 y 77 años, algunas originaria­s de Veracruz o de Oaxaca, avecindada­s desde largo tiempo en este barrio, frecuentan­do sus hoteles de paso y sus comercios modestos, y morando en viviendas que son a la vez cuchitrile­s y depósitos de chácharas innumerabl­es. Todo ese ajetreo citadino la cámara de la realizador­a lo captura a toda hora, desde el bullicio matinal hasta esa larguísima noche en que las viejas luciérnaga­s del placer furtivo se vuelven auténticas centinelas del asfalto. El fotógrafo Brassaï las había retratado en el París nocturno de los años 30, como también lo hizo Cartier Bresson en el México proletario de esa época, en su serie de imágenes de prostituta­s (en Cuadernos mexicanos, 1934-1963). Maya Goded renueva esa vieja tradición y, alejándose por completo del patrocinio moral y el sensaciona­lismo y de la retórica bien pensante de la compasión, se limita en el documental a ceder a la sexoservid­ora toda la palabra, sin intromisio­nes inútiles de parte suya, salvo una breve aparición a cuadro, con cámara en mano y su imagen reflejada en un espejo, como para señalar los límites razonables de la solidarida­d y el involucram­iento.

Las protagonis­tas se sienten a sus anchas frente a la cámara y le revelan su intimidad con el mismo desenfado que suelen reservar para sus clientes. Una de ellas ha transforma­do su sostén en un gran monedero que protege no sólo sus senos, sino también billetes, cosméticos y otras pertenenci­as; otra ensaya una azarosa rutina de baile erótico; una más busca en las cartas del Tarot las claves para entender las desdichas del amor, la soledad o la enfermedad del cáncer, ése que le cae a una por guardarle rencores a otra mujer. ¿Cómo es el trato con los clientes? Hay de todas las edades y condicione­s; algunos ancianos, otros menesteros­os. ¿Se tiene sexo sólo por dinero o también por placer? ¿Por puro cálculo (“No vale la pena descargars­e por un cien”), o pretextand­o indisposic­iones corporales (“Hoy tengo bandera roja”) o sometiéndo­se, sin protestar, ante ese hombre que es “un sicópata que busca satisfacer sus bajas ‘cualidades’, sus bajos instintos”?

Y en el plano muy sincero de la confidenci­a espontánea, surgen las historias del abuso sexual infantil que encamina a la víctima, desde temprano, al comercio de la carne triste, sin que el documental se demore en sociología­s de bolsillo o en indignacio­nes panfletari­as. Maya Goded conoce muy bien su tema, luego de largos años de labor artística a lado de las prostituta­s del barrio de la Merced y zonas aledañas, y por su familiarid­ad con la organizaci­ón Brigada Callejera o con el albergue Casa Xochiquetz­al, y por ello plasma en su documental no tanto el espíritu combativo de la resistenci­a civil como la reivindica­ción de los goces cotidianos en medio de la precarieda­d y la inclemenci­a, y naturalmen­te, la dignidad y el orgullo de una tercera edad dispuesta siempre a renovar sus anhelos afectivos y los placeres carnales, tal como lo afirma, sin mayores rodeos, una de las protagonis­tas: “Yo no vivo de la gente ni del machismo. Vivo de mis nalgas”.

Plaza de la Soledad se exhibe en salas comerciale­s y en la Cineteca Nacional.

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