La Jornada

Cosas de mamá

MAR DE HISTORIAS

- CRISTINA PACHECO

I

uando me refiero a ella le digo siempre “madre”. Si la recuerdo la llamo como nunca lo hice: por su nombre. De cariño, los parientes y los vecinos le decían Gracia. No conservo ninguno de sus objetos personales, pero recuerdo bien los que mejor me devuelven su presencia: un vestido morado, el misal con tapas de concha, un juego de peinetas y un fichú de lana ligera palo de rosa.

Lo usó durante muchos años, y no sólo en la temporada de lluvias o en el invierno: se lo echaba sobre los hombros en los malos momentos. La textura suave y esponjosa de la prenda le daba, según me dijo alguna vez, “calorcito”.

Entendí lo que esa palabra –“calorcito”– significab­a para ella la tarde en que murió. Al verla, inexpresiv­a y rígida en su cama, me sorprendió que la enfermedad la hubiese disminuido tanto. Vestía su camisero estampado y medias, como si estuviera lista para salir a alguna parte. El fichú estaba a los pies de su cama. Vi a mi padre acariciarl­o muy suavemente, sonriendo y murmurando palabras que no alcancé a entender, pero que iban dirigidas a Gracia.

De pronto, con la cara enrojecida por el esfuerzo de contener el llanto, levantó el fichú y se quedó mirándolo como si no supiera qué hacer con él, hasta que al fin me lo entregó. Su textura, el olor que despedía me hicieron sentir consuelo, el “calorcito” a que una vez se refirió mi madre. Hoy me atrevo a llamarla por su nombre: Altagracia. Las cuatro sílabas sólo enmarcan su ausencia.

Pasados los días, cuando iba a visitar a mi padre a su departamen­to, siempre lo encontraba ante la mesa llena de los relojes y encendedor­es que vendía (acompañado por mi madre) en las calles. En el respaldo de su silla colgaba el fichú palo de rosa. Fue su consuelo hasta el día de su muerte, ocurrida tres semanas después de quedar viudo. Él y Gracia comparten la misma tumba, lo que es un gran alivio.

II

Cada vez que mis hermanos o yo le llevábamos un regalo, lo primero que hacía mi madre era buscarle un sitio donde pudiera encontrarl­o fácilmente, sin riesgo de que se perdiera entre los muchos objetos que había atesorado, no por avaricia, sino por razones sentimenta­les y tal vez porque pensaba que en algún momento iba a necesitarl­os.

La mañana en que tuve que desmontar su departamen­to y me vi ante aquel sinfín de cosas entendí que era imposible conservarl­as. Fue muy doloroso desprender­me aun de las más modestas y tan carentes de utilidad y valor como las que encontré en el pequeño clóset del baño.

Allí encontré – además de ropa de cama y medicinas– cajas de cartón vacías, envolturas, moños, cierres, botones, aretes nones, tijeras, unas tenazas para rizar cabello, una red y su dedal. Se lo ponía para zurcir calcetines, voltear los cuellos de las camisas, componer un cierre o bordar un mantel.

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