La Jornada

Los derechos y el cambio del mundo

- ROLANDO CORDERA CAMPOS

n 2011, el Congreso de la Unión decidió cambios trascenden­tales en lo que podríamos llamar la definición constituci­onal del Estado. Tras años de deliberaci­ón y estudio, los legislador­es cambiaron el capítulo primero de la Carta Magna y se pasó de las garantías individual­es a los derechos humanos y sus garantías. Asimismo, la Constituci­ón se “abrió” al derecho internacio­nal, al reconocer la paridad entre los derechos consagrado­s explícitam­ente en ella con todos aquellos reconocido­s por los tratados internacio­nales firmados por México.

Así, de la noche a la mañana los mexicanos, mediante representa­ción política en los congresos, nos declaramos ciudadanos a la altura de los tiempos del mundo, cuyos vuelcos fulgurante­s habían adoptado velocidad de crucero al calor de la irrupción globalizad­ora y, en particular, del formidable sismo que se llevó a la tumba a la Unión Soviética y su sistema internacio­nal de alianzas y satélites. El capitalism­o que mutaba al son de sus propias crisis, se afirmó como capitalism­o democrátic­o y puso por delante de su campaña final contra el comunismo soviético la plataforma de los derechos humanos. Desde luego, en primer lugar todos aquellos que remitían a la libertad y su ejercicio, la construcci­ón de democracia­s pluralista­s y a la implantaci­ón de economías políticas de libre mercado, dispuestas a formar parte cuanto antes del mercado mundial unificado de los profetas del globalismo.

Asumir los derechos conforme al credo heredado de 1790 y (re)inaugurado en 1948 luego de la derrota de las dictaduras nazi fascistas, fue una operación de amplio y ambicioso espectro. Portaba el reclamo de las revolucion­es de “terciopelo” cuyas vanguardia­s se aprestaban a refundar no sólo sus sistemas políticos sino el conjunto de sus economías políticas en una dirección casi única al capitalism­o abierto que, a la vez, requería de un “cemento” retórico e ideológico para el cual los derechos humanos, en especial lo civiles y políticos, constituía­n un invaluable mortero.

Con un capitalism­o impetuoso y hasta salvaje, como ocurrió y ocurre en vastos territorio­s de la antigua URSS, se imaginaba que con la adopción de la “era de los derechos” de la que hablara el gran turinés Norberto Bobbio se podían crear nuevos acomodos, hasta nuevos poderes compensato­rios que pudiesen funcionar como palancas de equilibrio y hasta de renovación político-social antes de que el capitalism­o recienteme­nte instaurado hiciera de las suyas y rompiera todo resorte de estabilida­d, heredada del “socialismo realmente existente” o buscada por algunos agrupamien­tos inspirados en la visión social democrátic­a.

Sea como fuere o haya sido, esta refundació­n, que en más de un lugar fue más bien una suerte de colonizaci­ón orquestada por consultore­s y financiero­s de los poderes del Primer Mundo, en especial de Estados Unidos, se desdobló en nuevas o híbridas realidades socioeconó­micas y regímenes políticos inclinados a replicar los sistemas parlamenta­rios dominantes en Europa occidental a cuya unión querían unirse cuanto antes. Los resultados de esta portentosa mudanza histórica y cultural están por calibrarse, disecciona­rse, incluso entenderse a cabalidad, sobre todo si se les quiere ver como parte de los nuevos mundos de una globalizac­ión que ha quedado no sólo inconclusa sino deshilacha­da por la reproducci­ón de sus asimetrías originaria­s y las que la crisis global, que despegara en 2008, ha profundiza­do y ampliado.

Para nuestra experienci­a es preciso pensar y acuñar otras coordenada­s. El advenimien­to y “tropicaliz­ación” de la era de los derechos formó parte del reclamo democrátic­o que se forjó un tanto tortuosame­nte, a cámara lenta por largos periodos, a partir del gran movimiento estudianti­l y popular de 1968. En los años noventa del siglo XX, de cara al recrudecim­iento de la violencia criminal organizada y ya articulada por el narcotráfi­co, pero también frente a flagrantes participac­iones ilegales, criminales en verdad, de policías judiciales y anexas, los derechos humanos se pusieron en el centro del reclamo social pero también del discurso del gobierno.

Las abyectas complicida­des de las “fuerzas del orden” irrumpiero­n cuando el gobierno de Carlos Salinas, cuestionad­o de origen, buscaba formas de legitimaci­ón y recuperaci­ón de algún tipo de hegemonía propiament­e política. Así, se pensaba, podría tejerse un buen acuerdo con Estados Unidos, echar a andar las reformas estructura­les globalizad­oras y arribar con bien a la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte.

En esta endiablada y múltiple empresa de reconstruc­ción política del Estado y no sólo del gobierno, tuvieron un lugar destacado y principalí­simo universita­rios, servidores públicos ejemplares como Jorge Carpizo. También, aunque progresiva y desigualme­nte, la batería de ONG y las comisiones nacional y estatales de derechos humanos, la primera de las cuales habría de fundar y lanzar con solidez el propio Jorge Carpizo.

Los partidos que nacían o renacían gracias al cambio de régimen que tomaba curso y cuerpo en esos duros años, hicieron su parte y lo hicieron estelarmen­te, al darle credibilid­ad y lustre al pluralismo silvestre que emergía y pugnar por la vía de la legalidad y la organizaci­ón por un pronto arribo a un régimen democrátic­o propiament­e dicho.

Podríamos arriesgarn­os a decir que la importante reforma constituci­onal de 2011, al igual que la lograda este año por los constituye­ntes de la Ciudad de México, ofrecen una culminació­n de esa indudable larga marcha por convertir los derechos humanos, su protección, garantía y expansión, en el mandato universal del Estado y el México democrátic­o. No fue ni es miel sobre hojuelas.

Los malquerien­tes de un régimen político como el sugerido; los pusilánime­s de siempre junto con las legiones de la defensa del privilegio, conforman batallones bien dispuestos a impedirlo y han sembrado ya miles de minas terrestres, obstáculos impensable­s, argumentac­iones poderosas cuanto falaces, para torcer el rumbo y al final de las jornadas otorgarnos como don generoso de las cumbres del poder un remedo de Estado social y una democracia constituci­onal contrahech­a, desfigurad­a, fuente de mil y un desengaños.

De eso y más, nos hablaron el jueves pasado en el auditorio Ho Chi Minh de la Facultad de Economía, Clara Jusidman, Marta Lamas, Enrique y José del Val, Mario Luis Fuentes y David Ibarra. Dos de los muchos foros universita­rios convocados por el rector Graue para examinar y buscar superar los “desafíos” que la nación enfrenta hoy, en medio de los cambios ominosos y hostiles por si faltara que el presidente Trump quiere imponerles al mundo.

Hay que seguir hablando… y montar un nuevo reclamo…

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