La practicante
MAR DE HISTORIAS
espués de una semana muy problemática en el trabajo, el viernes por la noche decidí desconectarme del mundo, apagar mi cel, no abrir la puerta. Pensaba darme un baño y comer algo ligero en mi cuarto viendo una película que me hiciera olvidarme de todo.
Al bajar del Metrobús recordé que ya no tenía champú. Me detuve en la farmacia. Las únicas clientas éramos yo y una mujer mayor parada frente a los anaqueles de perfumes y lociones. Eligió una. Al tomarla se le cayó de las manos. De inmediato inundó el local un olor que me resultó familiar. La mujer, casi llorando, se deshizo en disculpas y ofreció cubrir el importe de la loción. El responsable en turno le pidió que no se preocupara, un accidente le sucede a cualquiera. “Sobre todo a quien tiene mi edad y artritis”, le respondió la desconocida, ya rumbo a la salida.
Todos la seguimos con la mirada. La cajera opinó que una persona tan mayor no debería salir sola. El mensajero aclaró que la señora vivía cerca; él a veces le llevaba pedidos. Sentí tranquilidad y fui a mi asunto. De paso a la sección de productos para baño quedé sorprendida ante la cantidad de cremas y sueros para combatir las arrugas, la flaccidez, las líneas de expresión. Lamenté que no hubiera algo semejante para borrar las experiencias desagradables.
Un minuto más allí y caería en la tentación de comprar por lo menos una “bruma refrescante”. Rápido elegí mi producto. Cuando llegué a la caja vi en el cesto de la ba- sura los restos de la botella con la etiqueta “Loción Maja”. La figura de la manola y el olor persistente en el aire me devolvieron el recuerdo de la señorita Aurora.
II
La conocí en cuarto de primaria. Aquel año ella formaba parte del grupo de practicantes: normalistas que a lo largo de dos semanas substituían a nuestros profesores a fin de ejercer sus conocimientos y medir su habilidad para controlar a grupos mixtos, formados por hijos de comerciantes y obreros.
Los practicantes eran muy jóvenes, casi todas mujeres, con poca o ninguna experiencia en el aula. En el momento de conocerlas les demostrábamos nues- tra antipatía por considerarlas intrusas llegadas a interrumpir el trato familiar con nuestros maestros.
El viernes anterior a la aparición de “nuestra” practicante, la maestra Eva nos pidió tratarla con el mismo respeto que a ella, poner atención a sus explicaciones, quedarnos calladitos, contestar a sus preguntas y mostrarnos amables para que se llevara una buena impresión del grupo y de la escuela.
Terminó su breve discurso al mismo tiempo que oímos la campana indicando la hora de salida, pero no mostramos el entusiasmo ni la precipitación de otros viernes. Estábamos desolados sólo de imaginar que el lunes ocuparía el escritorio de la maestra Eva una extraña de quien no sabíamos ni el nombre.