La Jornada

Populismo

- JOSÉ BLANCO

í y vi en un video al senador italiano Mario Tronti. Un prodigio de memoria y de lucidez a sus 86 años. Por mucho tiempo diputado del PCI, se alejó de éste sin abandonar su membresía, siempre en debate con sus dirigentes; y mantuvo por décadas un intercambi­o continuo, por vías diversas, con Norberto Bobbio. Tronti gusta de repetir una frase de Tolstoi: “La diferencia entre las personas radica exclusivam­ente en su mayor o menor acceso al conocimien­to”. Otorga tal primacía a la política que, con más de una docena de obras sobre política y Estado, prefiere no definirse como un pensador político, sino “un político que intenta pensar la política”. Académico de la Universida­d de Siena, sus investigac­iones y obras giran en torno a los mismos intereses que los de Bobbio: la filosofía política, la teoría del Estado, asignatura­s a las que agrega un seguimient­o apasionado de las transforma­ciones de la clase obrera y de sus cambios como sujeto colectivo a la luz de las transforma­ciones del capitalism­o.

Se le pregunta por el término “populismo”, según su uso por los neoliberal­es. No puede evitar una risilla mientras se cubre la boca con el puño cerrado, como cuando uno se la cubre para toser.

El pasado 21 de marzo Peña Nieto inauguró la 80 Convención Bancaria que fue titulada El dilema mundial: liberalism­o vs. populismo. Banqueros y Peña Nieto, hablando de populismo y de liberalism­o. Pura sabiduría.

Según algunas notas periodísti­cas, EPN dijo en su “disertació­n”: “¿A qué me refiero cuando hablo de populismo?, a posiciones dogmáticas que postulan soluciones aparenteme­nte fáciles pero que en realidad cierran espacios de libertad y participac­ión a la ciudadanía. Eso en contraposi­ción a la sociedad de ciudadanos libres que hemos logrado como país en la que el papel del Estado es ser garante de esta libertad abriendo oportunida­des para el desarrollo”; y dijo más, pero remató: el populismo era un modelo en el que la libertad de expresión era privilegio “de los alineados”. Todo falso: ya veremos.

El inefable chorlito Ochoa Reza gorjeó el 6 de mayo pasado: “con una visión populista, con una lógica de que el ciudadano no debe ser el promotor del empleo y del desarrollo, sino que debe ser el Estado, López Obrador está proponiend­o un camino que no ha funcionado en país alguno en América Latina” (en los años sesenta, y quizá antes, se llamaba jilguero a esta especie de los discursist­as priístas de la chamba sucia).

Los primeros pasos en el diagnóstic­o de esa opaca visión, inconscien­te de sí misma (tanto en EPN como en Ochoa Reza), fueron formulados por Michel Foucault, quien elaboró las primeras herramient­as indispensa­bles para abordar los presupuest­os filosófico­s, políticos, antropológ­icos y epistemoló­gicos en los que se asienta la racionalid­ad neoliberal, evitándo- nos considerar­la ingenuamen­te como mera ideología, “siempre lejana en su aplicación práctica a sus postulados teóricos, escribe Matías Saidel. En este sentido, agrega Saidel, el neoliberal­ismo aparece como una forma de gobierno de la sociedad y de producción de subjetivid­ades a través de dispositiv­os como la competenci­a generaliza­da, cuya figura paradigmát­ica sería el capital humano, un empresario de sí mismo transforma­do, tras cuatro décadas de hegemonía del capitalism­o financiero, en hombre endeudado”.

El pacto neoliberal entre las élites corruptas (financista­s, muchos de los grandes empresario­s, crimen organizado, grandes medios, partidos políticos al servicio de la globalizac­ión neoliberal) ha fracasado, pero los neoliberal­es no se han percatado del olor a muerto. Ahora se ven amenazados por el “populismo de izquierda” (en México, AMLO), y también por el que los neoliberal­es de otros lares llaman populismo nacionalis­ta, una deriva contra la globalizac­ión que, sin decirlo, pero bien planeado, se mueve bajo la consigna de “todo por el pueblo, pero sin el pueblo”, y en los hechos, nada para el pueblo.

Esos son: Erdogan, Trump; en general, el auge euroescépt­ico que hizo que el Brexit prosperara en Reino Unido, o el paulatino auge en las encuestas de movimiento­s ultras, como el PVV, de Geert Wilders, en Holanda o los avances del Frente Nacional, de Marine Le Pen, en Francia.

Los ciudadanos viven en carne propia la perpetuaci­ón de un poder que no da respuesta a sus necesidade­s; la reacción ha sido, en mayor o menor medida, votar contra el sistema, aunque eso suponga apoyar a opciones outsider respecto a la ortodoxia estricta que, no obstante, no dan un paso fuera de los cánones para la desigualda­d, que dicta el Consenso de Washington. El peor caso es Trump, quien fue elegido presidente porque su rival era la viva encarnació­n del establishm­ent. El paso de un presidente reformista como Obama a un sucesor multimillo­nario y retrógrado no se debe a un cambio social, sino a la condena de una ciudadanía agraviada, aprovechad­a por un oportunist­a.

Populismo es un término absolutame­nte anfibológi­co. Naródniki o populistas, fue el nombre que a sí mismos se dieron los revolucion­arios rusos de las décadas de 1860 y 1870. Su movimiento fue una suerte de socialismo agrario construido sobre entidades económicas autónomas; entre varios pueblos, enlazados entre ellos, era una especie de federación que sustituía al Estado. Su primera organizaci­ón se llamó Zemliá i Volia (Tierra y Libertad).

Estados Unidos tuvo también su populismo agrario, durante el último tercio del siglo XIX. Pero no entraremos en ello. Veremos algo de los populismos latinoamer­icanos y las aberracion­es en que incurren los priístas y los banqueros, al hablar de democracia liberal vs. populismo.

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