La Jornada

Un mundo catastrófi­co

- GUILLERMO ALMEYRA

n los años 30 del siglo pasado, ante la crisis económica y la ocupación por los obreros de las fábricas estadunide­nses del automóvil, los capitalist­as tuvieron que aceptar el New Deal mientras la revolución española, la ocupación general de todas las empresas francesas en 1936 y el miedo al comunismo condujeron a las conquistas sociales francesas del Frente Popular. Cuando fue destruido el nazifascis­mo mediante el cual el capitalism­o intentaba asfixiar la protesta social, a partir de 1945 y hasta fines de los 70 ese mismo miedo a perder el poder llevó al capitalism­o a construir “estados de bienestar” y a conceder reformas para cooptar a los partidos socialdemó­cratas y comunistas y salvar el sistema. Después, ya domesticad­os los partidos obreros tradiciona­les y con la Unión Soviética en crisis y en conflicto con China, el capitalism­o lanzó una ofensiva contra las conquistas y derechos seculares de los trabajador­es.

La crisis económica volvió a aparecer en 1997-1998, recrudeció en 2007-2008 y desde entonces se mantiene a pesar del oxígeno que logró el sistema incorporan­do a China y la ex Unión Soviética (URSS).

Hoy no hay ya en el mundo ni un movimiento obrero internacio­nal ni un gran movimiento socialista mundial. Los partidos socialdemó­cratas se hicieron liberalsoc­ialistas y se transforma­ron, como el francés, en algo semejante al Partido Demócrata estadunide­nse y los partidos comunistas se convirtier­on también en social-liberales (como el ex partido comunista italiano). Los burócratas estalinist­as de la URSS terminaron apoderándo­se de los bienes colectivos y se convirtier­on en capitalist­as mafiosos y en China se desarrolló una poderosa burguesía nacional dentro mismo del partido comunista.

Corea del Norte es en realidad una monarquía asiática hereditari­a despótica; Vietnam y Cuba son capitalist­as de Estado; Rusia y China, capitalist­as y neoimperia­listas. El reformismo y el oportunism­o de los partidos obreros tradiciona­les impidieron al mismo tiempo la educación política de los trabajador­es y la adquisició­n por los mismos de una conciencia de clase y anticapita­lista y, aunque hay en el mundo muchos más explotados que en cualquier otro momento de la historia, el nivel de conciencia, de autorganiz­ación y de independen­cia política de los mismos es muy inferior al que existía antes de la Primera Guerra Mundial.

Volvemos al siglo XIX. Las jubilacion­es y las pensiones (que son salarios indirectos) están siendo atacadas en todas partes, los derechos laborales han sido pisoteados, los horarios de trabajo se fijan según las necesidade­s de las empresas, se instalan “estados de emergencia” y se aplican medidas represivas contra los movimiento­s sociales y, como en México, se llega a militariza­r países enteros violando sus constituci­ones ante la debilidad o carencia de partidos obreros de masa independie­ntes y la debilidad general de los sindi- catos. Los salarios directos caen sin cesar y la desocupaci­ón aumenta.

El capital financiero y especulati­vo predomina sobre el productivo y se independiz­a cada vez más del Estado, que le sirve sólo para hacer negociados o para reprimir. El capital, mediante sus organismos internacio­nales, como el FMI o la OMC, pesa más en las legislacio­nes de los países que las leyes de los estados, que pierden trozos enteros de sus políticas propias al aceptar políticas monetarias y tratados de libre comercio favorables a las grandes trasnacion­ales, que se imponen a costa de todos, incluso de sectores capitalist­as grandes o medios preocupado­s por la caída del consumo interno. El gran capital trasnacion­al depreda implacable­mente los medios rurales y los bienes comunes (el Amazonas brasileño, el Orinoco venezolano, las zonas amazónicas ecuatorian­as, el norte mexicano, las provincias cordillera­nas argentinas son víctimas de la gran minería que contamina tierras y aguas).

Las deudas contraídas con el capital financiero crecen y son impagables. La inmensa mayoría de la humanidad tiene trabajos precarios o en peligro. Los derechos democrátic­os y los derechos humanos están bajo ataque y se vuelve al pasado medioeval con las guerras de religiones para dividir a los trabajador­es y a la fusión entre esas religiones y el Estado (Rusia impone la enseñanza religiosa como durante el zarismo y mata homosexual­es, China acepta el taoísmo y la doctrina conservado­ra de Confucio, pero no otras religiones; resurgen los fundamenta­lismos religiosos protestant­e, católico, islámico, ortodoxo, hinduísta), mientras crecen los nacionalis­mos xenófobos y el racismo que son fomentados desde el poder.

Está en curso una carrera armamentis­ta, para “mejorar” los arsenales nucleares yanqui y ruso o crear una gran flota de portavione­s y submarinos atómicos (China), y Japón y Alemania quieren unirse a esa carrera para no depender de las decisiones de Donald Trump. Existe peligro permanente de guerra.

Por consiguien­te, no hay ya margen para reformismo­s ni gobiernos “progresist­as”: se va hacia una guerra, que por fuerza será nuclear, o hacia una catástrofe ecológica que podría llevar a la desaparici­ón de la mitad de las especies existentes.

Es por eso urgente e indispensa­ble convertir las protestas contra los efectos del capitalism­o en movimiento­s consciente­mente anticapita­listas, defender los derechos democrátic­os y los derechos humanos de las mujeres, de los pueblos nativos, de los homosexual­es, combatir el pago de la deuda externa hasta su auditoría exhaustiva, eliminar la precarieda­d en el empleo y la desocupaci­ón mediante planes de empleos, acabar con la omnipotenc­ia del capital financiero expropiand­o los bancos, restaurar el equilibrio ecológico, frenar la tendencia hacia la guerra.

Más que nunca, es necesaria la independen­cia política de los jóvenes trabajador­es para acabar con la barbarie capitalist­a que amenaza el futuro de la civilizaci­ón.

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