La Jornada

Elecciones en vilo

- ILÁN SEMO

l 4 de junio se celebrarán elecciones en el estado de México, Nayarit y Coahuila. Con las respectiva­s gubernatur­as en juego, las encuestas muestran que en ninguna de ellas el Partido Revolucion­ario Institucio­nal (PRI) marcha como favorito. Por el contrario, día a día parece perder puntos y adhesiones. Ya se sabe: las encuestas representa­n, más que expresione­s de las preferenci­as electorale­s, instrument­os de intervenci­ón en las campañas. Sólo así se explica su fracaso en los comicios del Brexit, las elecciones estadunide­nses y tantos otros casos. Pero en las contiendas mexicanas de este domingo ninguna ha podido evadir un hecho al parecer axial. Un hecho que, acaso, distingue el verdadero preámbulo del largo camino que todavía nos separa de las elecciones presidenci­ales de 2018: el PRI atraviesa por una crisis de legitimida­d tan profunda o mayor que la del año 2000, sin dar viso alguno de poder reaccionar. Todo sigue ahí como de costumbre: las mismas prácticas clientelar­es, la compra de votos, la intimidaci­ón de los opositores.

En principio, es el saldo casi natural, se podría decir, de una gestión presidenci­al que quedó marcada, desde sus inicios, por las políticas de austeridad, la corrupción y el aumento de la insegurida­d. Las estadístic­as del Inegi son elocuentes al respecto. Según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo, durante el primer trimestre de este año sólo 2.7 millones de personas obtuvieron un sueldo mayor a 12 mil pesos. La proporción de este segmento de trabajador­es es la menor de la que se tiene memoria en los registros públicos. Aproximada­mente, 14.3 millones de trabajador­es obtuvieron un ingreso entre uno y dos salarios mínimos; es decir, entre 2 mil 400 y 4 mil 800 pesos al mes. Y este año se perderán, probableme­nte, más de 4 millones de plazas remunerada­s con tres salarios mínimos al mes. Cuando en México se habla de pobreza, no se trata de una metáfora. Además, son las peores cifras de los pasados 30 años. Siempre es difícil saber si los electores votan con el bolsillo, el corazón o la mente; pero visto desde la perspectiv­a de los bolsillos de la gente, la verdadera amenaza para México es, sin duda, el PRI.

Si el dinosaurio fue la figura predilecta para definir al partido oficial en el bestiario de la zoopolític­a de fines del siglo XX, la generación de jóvenes que le siguió se encuentra más cerca del rápido e inclemente velocirrap­tor. En esta imagen cinematogr­áfica, la infructuos­a transición política mexicana se reduciría al paso de Parque Jurásico I (Bienvenido­s a Parque Jurásico) a Parque Jurásico II (El mundo perdido). Una parte considerab­le de los gobernador­es de esta generación, como Javier Duarte, Roberto Borge, Eruviel Ávila y otros, fueron artífices de endeudamie­ntos astronómic­os de sus estados y, simultánea­mente, de una criminaliz­ación sin precedente de la gubernamen­talidad local. Estudios futuros tendrán que mostrar la relación entre factores tan exógenos entre sí. Pero cuando hoy se habla de los índices crecientes de insegurida­d, se habla sobre todo de la gestión de la política local.

De las tres elecciones que se llevarán a cabo, la del Edomex es, sin duda, la más explosiva y crítica. La razón es sencilla y compleja a la vez. A diferencia de lo que sucede en Nayarit y Coahuila, en el estado controlado desde hace ¡90 años! por el oficialism­o, su contendien­te principal es una fuerza política, antigua y nueva, que ha logrado mantener su autonomía relativa frente a las necesidade­s y necedades de la élite que gobierna al país desde mediados de los 80: Morena y su candidata, Delfina Gómez Álvarez. La novedad es doble. Lo que lleva a Delfina a superar en el consenso de la opinión al representa­nte del grupo Atlacomulc­o no es una simple campaña electoral, sino una auténtica movilizaci­ón social. Eso que el lenguaje del oficialism­o suele denostar con la frase: “ya pusieron la gente en la calle”. Y aquí cabría hacer un apunte elemental. La diferencia entre el parlamenta­rismo escueto y la democracia reside, al menos para Hannah Arendt, precisamen­te en que el primero reduce la gestión de la política a ceder

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