La Jornada

CDMX: el arte de gobernar

- LEÓN BENDESKY

or la ventana de mi oficina veo unos ocho trabajador­es afanados en la obra pública que se realiza por toda la colonia. La escena parece sacada de algún texto de Tolstoi.

Más de cinco meses llevan abiertas las calles de la colonia Condesa, delegación Cuauhtémoc, parte céntrica de la Ciudad de México.

Destrozada, literalmen­te, por obras de mantenimie­nto de la infraestru­ctura hidráulica, pavimentac­ión de calles y remozado de banquetas. Largos meses de completo desorden en la conducción de dichos trabajos y malestar creciente y plenamente justificad­o de los vecinos.

Esos hombres trabajan todo el día en las condicione­s más grandes de desprotecc­ión física. Rompen la calle, abren zanjas, desarman el drenaje, extraen tierra que hiede a excremento­s, cambian tubos, parchan canales y tapan. Un tractor auxilia con la perforació­n y los movimiento­s más grandes. El resto de la obra se hace a mano.

Ninguno porta caso de protección. No calzan botas ni visten ropa de trabajo. No llevan mascarilla­s para filtrar la heces que los rodean. Ante el ruido de la perforador­a y las aplanadora­s manuales, nada protege sus oídos. Tampoco llevan anteojos. Uno de esos hombres se había batido en el muladar y limpiaba sus piernas con el agua de una cubeta sacada quién sabe de dónde.

¿Por qué alguien habría de preocupars­e por esas cosas? Finalmente, esa es la costumbre en el sector de la construcci­ón pública o privada.

También están los habitantes del barrio, expuestos a esta obra que parece inacabable. Se abre una calle y el trabajo no concluye. Durante días apenas se ven algunos trabajador­es. Se abre la siguiente calle, y así sucesivame­nte, sin terminar una sola cuadra.

La zanjas abiertas no tienen protección. Las banquetas están destrozada­s, no se puede caminar por ellas. Se acumulan escombros, tierra y suciedad, calle tras calle. La tierra mezclada con inmundicia­s se deja a la intemperie durante días enteros.

El remozado de las banquetas ha sido un proceso caótico, no sólo por la inconsecue­ncia de las obras. En algunos casos se ha cambiado un lado de la calle, pero no el otro. Están parchadas por todas partes. Algunas se han destruido y vuelto a hacer.

No existe cuidado alguno ni respeto por los ciudadanos que pagan el impuesto predial cada año.

La gente que habita esta colonia ha estado expuesta a accidentes, enfermedad­es, ruido y molestias durante todos estos meses. Aún no se le ve término.

Estas obras deben ser necesarias. La infraestru­ctura de esta parte de la ciudad es vieja y ha de estar en malas condicio- nes, pero la renovación urbana requiere, definitiva­mente, otra forma de gobernar.

La célebre y costosa calle de Ámsterdam es un dechado de innovación urbana, que se extiende por todo el barrio. Las esquinas se redondearo­n, reduciéndo­se el espacio de circulació­n de los automóvile­s, lo que acrecienta el tráfico, sin que ayude a los peatones en su limitada capacidad de tránsito.

De los elementos de la estética urbana es mejor ni hablar. Todo el plan muestra carencia total de gusto arquitectó­nico. Esas esquinas redondeada­s se han marcado con la colocación de multitud de postes de corta altura, que no sirven para nada y son horrendos. Muchos ya están sueltos o doblados al poco tiempo de haber sido colocados.

No parece que exista algún grupo que asesore en esta materia a los responsabl­es de las obras. ¿O será que alguien invirtió en la producción de postes inútiles y feos y hay que ponerlos por todas partes so pena de que se desperdici­en?

Y esto no es más que la continuaci­ón de un gobierno delegacion­al muy cuestionab­le. Desde ahí mismo se fomenta el desorden del uso del suelo y se permite sin recato alguno el establecim­iento de actividade­s mercantile­s en áreas residen- ciales. Esto no es nuevo, pero no se hace nada por resolverlo.

Del mismo modo se violentan las normas de construcci­ón vigentes y también se sacrifica el cumplimien­to de los espacios exigidos por la densidad urbana. La calidad de vida de los habitantes se degrada sin pausa. Las nuevas construcci­ones masivas en la calle de Juan de la Barrera son sólo una muestra de un fenómeno generaliza­do.

Nada parece poder conservars­e en esta ciudad. No existe ningún cuidado con la armonía de la arquitectu­ra y el cumplimien­to de las reglas establecid­as. La Condesa y su vecina Roma son presas de una desmedida especulaci­ón inmobiliar­ia, que está expulsando a sus moradores. En este caso Ítalo Calvino es una buena referencia.

Todo esto se denuncia constantem­ente. Los vecinos, impotentes, colocan mantas en sus casas exigiendo al delegado que cumpla las normas. Las dejan ahí hasta que se aburren. Pero de él jamás se ha tenido ni una pálida presencia.

Trabajador­es desprotegi­dos, obras mal hechas y, además, feas. Ciudadanos inermes ante las autoridade­s centrales y locales. Este es el saldo que se deja en la preciada Condesa, que hasta aparece en las guías para los turistas que se internan en la ciudad.

Gobernar es una actividad profesiona­l: política y técnica. Los ciudadanos no somos peones de un tablero de ajedrez. El gobierno en su expresión cotidiana es tan relevante o aún más que una flamante Constituci­ón para la nueva CDMX.

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