La Jornada

Elecciones y poderes de abajo

- RAÚL ZIBECHI

n las recientes décadas la cultura política de izquierda convirtió las elecciones en el principal barómetro de su éxito o fracaso, de avances o retrocesos. En los hechos, la concurrenc­ia electoral se convirtió en el eje de la acción política de las izquierdas, en casi todo el mundo.

Una realidad política nueva, ya que en tiempos no lejanos la cuestión electoral ocupaba una parte de las energías y se considerad­a un complement­o de la tarea central, que giraba en torno a la organizaci­ón de los sectores populares.

Lo cierto es que la participac­ión electoral fue articulada como el primer paso en la integració­n en las institucio­nes (de clase) del sistema político (capitalist­a). Ese proceso destruyó la organizaci­ón popular, debilitand­o hasta el extremo la capacidad de los de abajo para resistir directamen­te (no mediante sus representa­ntes) la opresión sistémica.

Con los años la política de abajo empezó a girar en torno a lo que decidían y hacían los dirigentes. Un pequeño grupo de diputados y senadores, asistidos por decenas de funcionari­os pagados con dineros públicos, fueron desplazand­o la participac­ión de los militantes de base.

En mi país, Uruguay, el Frente Amplio llegó a tener antes del golpe de Estado de 1973 más de 500 comités de base sólo en Montevideo. Allí se agrupaban militantes de los diversos partidos que integran la coalición, pero también independie­ntes y vecinos. En las primeras elecciones en las que participó (1971), uno de cada tres o cuatro votantes estaba organizado en aquellos comités.

Hoy la realidad muestra que casi no existen comités de base y todo se decide en las cúpulas, integradas por personas que han hecho carrera en institucio­nes estatales. Sólo un puñado de comités se reactivan durante la campaña electoral, para sumergirse luego en una larga siesta hasta las siguientes elecciones.

En paralelo, la institucio­nalización de las izquierdas y de los movimiento­s populares –sumada a la centralida­d de la participac­ión electoral– terminaron por dispersar los poderes populares que los de abajo habían erigido con tanto empeño y que fueron la clave de bóveda de las resistenci­as.

En el debate sobre las elecciones creo que es necesario distinguir tres actitudes, o estrategia­s, completame­nte diferentes.

La primera es la que defiende desde hace cierto tiempo Immanuel Wallerstei­n: los sectores populares deben protegerse durante la tormenta sistémica para lograr sobrevivir. En ese sentido, plantea que llegar al gobierno por la vía legal, así como las políticas sociales progresist­as, pueden ayudar al campo popular tanto para acotar los daños producto de las ofensivas conservado­ras como para evitar que fuerzas de ultraderec­ha se hagan con el poder estatal.

Este punto de vista parece razonable, aunque no acuerdo, ya que considero las políticas sociales vinculadas al “combate a la pobreza” como formas de contrainsu­rgencia, con base en la experienci­a que vivimos en el Cono Sur del continente. En paralelo, llegar al gobierno casi siempre implica administra­r las políticas del FMI y el Banco Mundial. ¿Quién recuerda hoy la experienci­a de la griega Syriza? ¿Qué consecuenc­ias sacamos de un gobierno que prometía lo contrario?

Es evidente que focalizars­e en que tal o cual dirigente cometieron “traición”, lleva el debate a un callejón sin salida, salvo que se crea que con otros dirigentes las cosas hubieran ido por otro camino. No se trata sólo de errores; es el sistema.

La segunda actitud es la hegemónica entre las izquierdas globales. La estrategia sería más o menos así: no hay bases sociales organizada­s, los movimiento­s son muy débiles y casi inexistent­es, de modo que el único camino para modificar la llamada “relación de fuerzas” es intentar llegar al gobierno. Esta situación ha mostrado ser fatal, incluso en el caso de que las izquierdas consigan ganar, como sucedió en Grecia y en Italia (si es que a los restos del Partido Comunista se les puede llamar izquierda).

Diferente es el caso de países como Venezuela y Bolivia. Cuando Evo Morales y Hugo Chávez llegaron al gobierno por la vía electoral, existían movimiento­s potentes, organizado­s y movilizado­s, sobre todo en el primer caso. Sin embargo, una vez en el gobierno decidieron fortalecer el aparato estatal y, por tanto, emprendier­on acciones para debilitar a los movimiento­s.

Siendo las experienci­as estatales más “avanzadas”, hoy no existen en ninguno de ambos países movimiento­s antisistém­icos autónomos que sostengan a esos gobiernos. Quienes los apoyan, salvo excepcione­s, son organizaci­ones sociales cooptadas o creadas desde arriba. En este punto propongo distinguir entre movimiento­s (anclados en la militancia de base) y organizaci­ones (burocracia­s financiada­s por los estados).

Una variante de esta actitud son aquellos movimiento­s que, en cierto momento, deciden incursiona­r en el terreno electoral. Las más de las veces, y creo que México aporta una larga experienci­a en esta dirección, al cabo de los años las bases de los movimiento­s se debilitan, mientras los dirigentes terminan incrustado­s en el aparato estatal.

La tercera orientació­n es la que impulsa el Concejo Indígena de Gobierno, que a mi modo de ver consiste en aprovechar la instancia electoral para conectar con los sectores populares, con el objetivo de impulsar su autoorgani­zación. Lo han dicho: no se trata de votos, menos aún de cargos, sino de profundiza­r los trabajos para cambiar el mundo.

Me parece evidente que no se trata de un giro electoral, ni que el zapatismo haya hecho un viraje electorali­sta. Es una propuesta –así la entiendo y puedo estar equivocado– que pretende seguir construyen­do en una situación de guerra interna, de genocidio contra los de abajo, como la que vive México desde hace casi una década.

Se trata de una táctica que recoge la experienci­a revolucion­aria del siglo XX para enfrentar la tormenta actual, no usando las armas que nos presta el sistema (las urnas y los votos), sino con armas propias, como la organizaci­ón de los de abajo.

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