La Jornada

La casa embrujada

MAR DE HISTORIAS

- CRISTINA PACHECO

Ya cansados, nos dedicábamo­s a recorrer la casa donde todas las puertas estaban cerradas con llave. Algunas tenían cristales biselados y por allí veíamos los muebles cubiertos con sábanas blancas y los elegantes candiles bañados por los rayos de sol que se filtraban por las cortinas drapeadas.

IV

Una mañana, a Horacio, el hijo de un obrero quemado y deforme, se le ocurrió que probáramos a ver si todos los cuartos estaban cerrados. Por turno, giramos las hermosas perillas metálicas hasta que al fin una cedió. Sin dudarlo, empujamos la puerta y entramos al que debía ser el cuarto de las gemelas.

Las ventanas eran muy altas y redondas; había dos roperos empotrados, dos camitas con dosel, dos sillones con asiento de terciopelo y dos tocadores con lunas ovaladas donde aún estaban cepillos y frascos. En una pared había grandes cuadros con las letras del alfabeto bordadas y figuras de los objetos cuyos nombres empezaban con cada una: “A”: árbol, abanico. “B”: banco, brazo. “C”: casa, corazón. “D”...

Las otras paredes estaban recubierta­s por un papel tapiz bello como un encaje y de colores tenues. El diseño consistía en un jardín intrincado y dos niñas de espaldas, con los brazos en alto, como si esperaran que cayera un fruto del árbol que les daba sombra. Algo especial debía tener la escena porque nos quedamos un buen rato mirándola.

De pronto oímos pasos en el corredor. Supusimos que era Celerino. De encontrarn­os allí, nos prohibiría volver a la casa, así que abandonamo­s rápidament­e la habitación. Al cerrar la puerta escuchamos risas y voces. No entendí lo que decían, ni creo que mis amigos lo hayan hecho. Estábamos asustados, y más cuando vimos a Celerino dormitando en el mismo sitio donde, minutos antes, lo habíamos dejado. Si no eran suyos los pasos que acabábamos de escuchar, entonces, ¿de quién? Imposible saberlo. En el camino de regreso a la vecindad decidimos mantener en secreto lo ocurrido.

Durante el resto de aquellas vacaciones pudimos escaparnos otras veces a la casa embrujada, pero ya nunca logramos entrar al cuarto de las niñas: estaba cerrado. Ese obstáculo sólo avivó nuestra curiosidad: así como quien oye los rumores del mar en una caracola, acercando el oído al pestillo podíamos percibir, aunque lejanas, voces y risas infantiles.

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