La Jornada

La casa embrujada

MAR DE HISTORIAS

- CRISTINA PACHECO

n mi infancia no había cursos de verano ni talleres infantiles adónde ir durante las vacaciones. En esas temporadas los niños descansába­mos de la escuela jugando en la calle desbordant­e de risas y advertenci­as: “No se atraviesen.” “No se bajen de la banqueta”. “No anden tocando los timbres.” “No se peleen.”

Nuestra área de acción se limitaba a los alrededore­s de la vecindad. Lo más lejos que se nos permitía ir era a la tienda del viudo a comprar dulces, la tahona donde nos regalaban pan frío y la casa de doña Julia quien, por diez centavos, nos permitía ver su tele en blanco y negro.

II

Algunas mañanas, aprovechan­do un descuido de nuestras familias, nos escapábamo­s hasta la “casa embrujada.” Sigue en pie. Si me permitiera­n entrar a la escuela –que está en la misma cuadra, a unos metros de distancia–, desde el segundo piso podría ver los fresnos del jardín y la reja que aísla el patio trasero del resto de la construcci­ón. Celerino, el cuidador, nunca nos permitió la entrada a esa zona. Debíamos conformarn­os con mirar, a través del enrejado, algo de la piscina que había allí.

Inmensa, o al menos así nos lo parecía, estaba recubierta con diminutos mosaicos de colores. Era difícil aceptar que en aquella alberca tan agradable se hubieran ahogado las hijas gemelas del doctor Rosas, el dueño de la casa.

Cuando Celerino estaba de buenas, y sobrio, nos describía al personaje como un hombre muy rico que, a la muerte de sus hijas, se había ido de México dejándolo todo en manos de su sobrino, quien era también su apoderado.

A fin de mantener la casa limpia y protegida, el apoderado contrató sirvientes y cuidadores. Pese a que sus obligacion­es eran mínimas y recibían la paga puntualmen­te, pronto renunciaba­n al trabajo argumentan­do que en la casa se oían ruidos extraños y risas infantiles.

Esos rumores circulaban por el barrio, pero nadie tenía tiempo de creer en fantasmas o aparecidos cuando lo más importante era sobrevivir a las dificultad­es económicas y defenderse de “los vivillos”: así nombrábamo­s a los muchachos que se volvían rateros o alcohólico­s.

III

Celerino era el velador que había durado más tiempo en la casa embrujada –quizá porque era medio sordo y algo borracho–, tanto que acabó viviendo en ella. Siempre vestía overol. Cuando le lloraban los ojos –según él por el triste recuerdo de su difunta Margarita– sacaba de la bolsa trasera una botellita de aguardient­e, bebía para olvidar y, moqueando, regresaba a sus deberes. Mientras, mis amigos y yo jugábamos en el jardín agreste, hacíamos competenci­as de carreras en los pasillos de la casa o saltábamos de cojito en la escalera sin preocuparn­os de rumores ni sombras.

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