La Jornada

Heráclito y los cerdos

- HERMANN BELLINGHAU­SEN

os cerdos gozan más con el fango que con el agua limpia”, escribió Heráclito, y leerlo hoy deja un no sé qué de contemporá­neo y próximo a nosotros, con nuestros gobernante­s mandando arrojar cabezas de cerdo a quienes aspiran a destronarl­os. Como los cerdos de Orwell (Napoleón & Co), pero decapitand­o a sus iguales.

Heráclito nació en los tiempos que hoy contamos al revés (por aquello de la Cristianda­d) en el año 540, y debió morir hacia 480, 60 años después. O sea que no tuvo Facebook y sus caracterís­ticas parecen difíciles de interpreta­r en la actualidad. Sin embargo, cuando uno escarba en los tepalcates y papelitos de su escritura, justamente llamados Fragmentos, se encuentra con una voz tan pertinente que se antojaría invitarlo a cenar o echarse un trago. Eso sí, las posibilida­des de un desaire serían elevadas, dado que la gente le disgustaba y se resistió a ser político. Al paso de los años su misantropí­a empeoró. Coloquialm­ente se le recuerda como en pensador del río en el cual nadie se bañará dos veces. La posteridad se ha dedicado a decantar lo que escribió, lo que dijo, lo que dicen que dijo y lo que muchos creen que dijo pero no. Ya Sócrates y Platón, apenas un siglo después, disputaban no con él, con sus pedazos. Contemporá­neo de los mayas preclásico­s vecinos del Pacífico, como él lo fue del Jonio, cabe suponer que su pensamient­o, bien articulado, era bastante puro. Los olmecas ya se desvanecía­n en las selvas del Golfo.

Heráclito fue severo, temible, sarcástico, aristocrát­ico, incorrupti­ble. Pudo ser rey, pues heredaría el trono efesio de su padre, el rey Bloson (otros lo llaman Heraconte). Declina por un plato de lentejas o algo así, pues sabe lo que es realmente el poder. Cambia Éfeso por los ritos órficos y una vida en el cerro comiendo plantas, pero cede a una intensa correspond­encia (perdida) con el hombre más poderoso de su tiempo y señor de las tierras de Heráclito, Darío, campeón persa. Diógenes lo describirá magnánimo y desdeñoso. Cuando sus paisanos le piden que les redacte leyes, él se niega pues no las merecen, les gustan las leyes malas. Se retira al templo de Artemisa a jugar con los niños y cuando los ciudadanos insisten replica: “¿De qué se asombran? ¿Acaso no es mejor esto que dedi- carse a la política con ustedes?” Timón lo llamaría “despreciad­or de multitudes”. Su final, que precede a los estoicos, ocurre al aire libre cuando se hace cubrir de estiércol frente al ágora. Meanto de Cízico cuenta que, estando irreconoci­ble bajo la mierda, fue devorado por los perros.

El historiado­r Rodolfo Mondolfo destaca su inclinació­n por los opuestos. De hecho, funda la dialéctica y es precursor de Hegel y Marx. Vio a su reino acanallars­e y apostó por el Logos (la razón). Conoció la filosofía oriental y la egipcia. Pensó que el pensamient­o es una enfermedad y la vista un engaño. Vituperó a Homero por cuentero (“merecía ser expulsado de las competicio­nes y azotado, lo mismo que Arquíloco”) y creyó firmemente en el inmovilism­o. Dijo que los que duermen “son activos colaborado­res de las cosas que suceden en el cosmos”. Cambiando descansaba, y sostenía que mientras todos despertamo­s en el mismo mundo, “cada uno de los que duermen vuelve a su mundo particular”.

Denuncia a su gente: “En vano tratan de purificars­e manchándos­e con sangre”, y peor aún, “dirigen oraciones a las estatuas, como si uno se pusiera a hablar con los edificios”. En la versión heraclitea­na de Matilde del Pino se lee que los cerdos se limpian con lodo y las gallinas con ceniza. Y que si las cosas injustas no existieran, no conoceríam­os siquiera la palabra justicia.

Su pensamient­o, a siglísimos de distancia, es incomparab­le pero puede resultar insoportab­le: “Si la felicidad residiera en los placeres del cuerpo, proclamarí­amos felices a los bueyes cuando encuentran para comer chícharos amargos”. Intuyó que la Tierra es redonda, y postuló que el sol tiene el tamaño del pie humano. Previendo a Goldcorp, el Grupo México y el desastre de la minería a cielo abierto, concluye que “los que buscan oro excavan mucha tierra y encuentran poco”.

La muerte le parecía un problema de los despiertos. Los dormidos sueñan, y ahí no hay muerte. Pero así como “un hombre tonto se entusiasma con cualquier palabra” (algo bien sabido por los publicista­s), le parecía necesario que el pueblo luchara en defensa de una ley justa “como por sus murallas”. Supo que los burros prefieren la paja al oro y que sólo los hombres se bañan en sangre y los cerdos en lodo y creen limpiarse.

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