La Jornada

François Houtart y los ojos de los oprimidos

- LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO Twitter: @lhan55

rançois Houtart era una de esas personas con las que uno disfruta coincidir en seminarios, congresos y viajes. Y es que, en esos encuentros, el sacerdote belga, además de escuchar con atención e interés a los otros, haciéndole­s sentir que lo que decían era importante para él, compartía de manera amena y natural sus ricas vivencias y reflexione­s sobre los más disímbolos procesos de transforma­ción política en el mundo.

Houtart, a un tiempo sencillo y sabio, modesto y amable, conocía de primera mano, a profundida­d y desde abajo, lo que sucedía en, al menos, la mitad del planeta. Fue testigo presencial de acontecimi­entos claves como el Concilio Vaticano II, investigad­or riguroso de la realidad religiosa y social de múltiples naciones, guía e inspirador de innovadore­s estudios sociales (junto a Samir Amin y Pablo González Casanova), y amigo o mentor de más de una veintena de líderes políticos, sociales y religiosos (desde Karol Wojtyla hasta Camilo Torres, pasando por Amílcar Cabral y Sergio Méndez Arceo).

Su comprensió­n de la complejida­d social era deslumbran­te. Era una verdadera biblioteca viviente, no sólo por los libros que había leído, sino por la vastedad de sus experienci­as y su deseo de comprender. No en balde escribió más de 50 libros. No había aún cumplido los 40 años y ya había viajado por Estados Unidos y Canadá, casi todo América Latina, Europa Occidental, un buen número de países de África y de Asia. Lo mismo desentraña­ba el misterio de la resistenci­a musulmana al fundamenta­lismo islámico en Indonesia, que la plaga de los agrocombus­tibles o las vicisitude­s del movimiento indígena en Ecuador.

Nacido en Bruselas en 1925, en el seno de una familia burguesa, aristocrát­ica y clerical, asumió la vida como servicio a los otros. El mayor de 14 hermanos, a los 10 años descubrió su vocación al sacerdocio y su disposició­n misionera. Renunció a la pompa clerical e hizo voto de pobreza: no tuvo bienes propios, cedió su herencia, vivió con el salario que recibía y no acumuló capital alguno.

Nunca fue a la escuela primaria. Cuando entró al seminario lo hizo no con la idea de seguir una vida religiosa, sino para cumplir un cometido: ponerse al servicio de la búsqueda de la justicia en regiones lejanas. En 1949 se ordenó sacerdote. De allí pasó a Lovaina a estudiar ciencias sociales y políticas. Militante de la resistenci­a belga contra la ocupación nazi en el Ejército Secreto, en 1944 participó en la voladura de un puente sobre el río Dender. En su bicicleta transportó la dinamita y los detonadore­s para la operación.

Activista de la Juventud Obrera Católica entre finales de los años 40 y principios de los 50, encontró en esta organizaci­ón una escuela donde descubrió la realidad social y aprendió una pedagogía. Fue una fuente definitiva en su preocupaci­ón social. El método de ver, juzgar y actuar le acompañó toda la vida. A su lado, descubrió la situación de los obreros y se desvaneció la imagen del socialismo como demonio.

En un primer momento, Houtart se considerab­a un sacerdote sociólogo, pero después pasó a verse a sí mismo como un sociólogo sacerdote. Acostumbra­ba a decir que si conservaba la fe se debía a que era sociólogo. “En una era de ecumenismo se trata de vivir con esas ambigüedad­es, mientras se persigue lo esencial del evangelio”.

Pese a que en su juventud veía al comunismo como un sistema cuya expansión había que frenar, terminó por reconcilia­r el socialismo con la fe cristiana. Sus estudios de doctorado y sus experienci­as de finales de la década de los 60 del siglo pasado lo condujeron a la utilizació­n de un enfoque sociológic­o y un método de análisis marxista. La fe cristiana lo llevó al análisis marxista y el marxismo lo ayudó a conservar su fe. Contra viento y marea, reivindicó que no había contradicc­ión entre la adopción del análisis de la sociedad de Marx y su adhesión religiosa. Lamentaba sí, el que los países socialista­s hubieran adoptado el ateísmo como “religión de Estado”.

En el materialis­mo histórico encontró dos herramient­as básicas: primero, un instrument­o adecuado para leer las sociedades con la mirada de los oprimidos, lo que considerab­a una exigencia de fidelidad a la opción cristiana; y, segundo, un enfoque para relativiza­r tanto el papel de la institució­n eclesial, como la función ideológica del cristianis­mo en la historia.

La muerte nunca fue para François un gran problema o causa de temor. Decidido a vivir el presente con la mayor intensidad posible, para él la muerte era un evento natural, parte de la vida, una transición, cuyo sentido estaba determinad­o por la trayectori­a que cada quien ha seguido. Para Houtart, lo que la existencia futura podía ser no era una certeza sino una esperanza, una apuesta, en la que lo central era la coherencia con la manera de vivir un proyecto global. A él, su fe le ayudaba a vivir con plenitud y esperanza el momento de su muerte.

En el espléndido libro El alma en la tierra. Memorias de François Houtart, publicado por el Instituto Cubano del Libro, Carlos Tablada resume en dos ideasfuerz­a la trayectori­a del sacerdote belga que se vivía como latinoamer­icano: lealtad a su fe y al ideal de justicia social. Con ellas vivió hasta el último momento.

A François la fe cristiana lo orientó en la búsqueda de las causas de la injusticia y del análisis de los mecanismos de apropiació­n de las riquezas del mundo por una minoría. Guiado por su experienci­a, encontró que la lógica del capitalism­o ha llevado a la humanidad y al planeta a la destrucció­n, y que es necesario cambiar los paradigmas del desarrollo humano. Y este saber reforzó su convicción de que el mensaje al que él fue fiel es trascenden­tal a la emancipaci­ón y liberación de los seres humanos.

Así, mirando desde abajo, “buscando un instrument­o adecuado para leer las sociedades con los ojos de los oprimidos”, François Houtart, viajero incansable, vivió y murió. Lo vamos a extrañar.

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