La Jornada

Las armas del viento

- CARLOS MONTEMAYOR

Canto ahora el viento que inunda ardiendo a otros cuerpos y a través de nosotros destierra, mas retiene confusamen­te unidos, hundiendo una pequeña daga de alarmas e impacienci­a. Que no invade la ventana en que observas el paso de otras vidas sobre tu vida y tu piel: eres una memoria de sangre y rostros que llegan a mí, cuerpos ardiendo en el olvido y que no se consumen como esta hora sin sitio que destierra y desata, absorbe y sana. Es el viento que se remonta despertand­o más allá de nosotros, en la paciencia inconstant­e de las noches. Ahora, vuelvo a recibir tu aliento. Viene, llega este tu amor a través de cuerpos semejantes a los nuestros y ya en tus ojos nos hace mirar lo mismo, en el impaciente pecho nos hace desear lo mismo. Es el aliento que entibiará los mismos lugares cuando abracemos la tierra que ahora nos sostiene; que a través de otras noches, de otros años, llegará hasta nuestros siguientes cuerpos, persistirá en nuestras siguientes vidas, amándote con esta caricia, con esta piel que no seré yo, besando otra vez tus ojos, tus manos, el tibio cuerpo que no serás tú. Y en nuestra habitación, junto a los ríos, en el lecho de hotel, en escondrijo­s, en solitarias calles: ramas, árboles donde este viento de amor se enreda y gime, es viento que nos enlaza y nos comunica más allá de los pensamient­os y fracasos, de las mentiras y masacres; viento sin centavos, viento sin ropa, sin nombre, que nos hace miserables y poderosos, viento en que el muchacho se estrellla en un cuerpo olvidado y

envejecido que lo acoge, viento en que la muchacha encuentra la primera caricia que la

aprisiona y la descubre, viento en cuya certeza podemos sentir que somos uno, decir que somos uno: luminosa, opaca, distante, envejecida, tibia, pero luminosa, carne irremplaza­ble.

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