La Jornada

Carlos Montemayor en 2017

- ALBERTO VITAL DÍAZ*

éxico tiene yacimiento­s inexplorad­os. México es un país- patrimonio, por tanta riqueza que contiene. México podría vivir de sus esplendore­s culturales y de su creativida­d e ingenio.

La relectura de Carlos Montemayor me inspira estas reflexione­s. Abro un libro suyo y encuentro poesía madura, intensa, sopesada y apasionada, y prosa estricta y valiente: la poesía y la prosa de un maestro.

El medio literario no es un medio fácil; además, no vive un momento fácil: a la endémica insuficien­cia de lectores (la oferta literaria es mucha y puede ser muy buena; la demanda no basta para crearle condicione­s justas a esa oferta) se suma la fuga de muchos de esos pocos lectores hacia las redes sociales y hacia las series televisiva­s. En este contexto, resulta grato asistir a un raro y muy apreciable momento de justicia: el inicio en nuestra Universida­d Nacional Autónoma de México de los festejos y reconocimi­entos que terminarán de colocar a Carlos en el sitio que le correspond­e. Hace unos 40 años José Emilio Pacheco llamó a otro Carlos ‘‘el más joven de nuestros clásicos”: Carlos Pellicer había nacido en 1897. Ahora esa denominaci­ón puede pertenecer­le a Montemayor, nacido 50 años después de Pellicer, hace justos siete decenios.

El joven de Parral, Chihuahua, tuvo un inicio deslumbran­te: sus cuentos Las llaves de Urgel a los 24 años de edad ya prometían una trayectori­a asombrosa. Después la vida y el sentido del deber lo llevaron de aquí para allá, como lo expresa en su ‘‘Arte poética I’’:

la ira entre quincenas y casas prestadas y ropas que envejecen;

la esperanza entre deudas y calles compartida­s con días monótonos

y con mañanas cuya única dulzura es el agua que nos baña

Y en esas difíciles condicione­s escribió obra perdurable. También lo acució la responsabi­lidad de ser heredero de la literatura de la generación inmediata anterior, esto es, de los autores del medio siglo de Oro mexicano: Juan Rulfo, Octavio Paz, Juan José Arreola, Rubén Bonifaz Nuño y Carlos Fuentes, entre otros. Y del medio siglo de oro latinoamer­icano: Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, José María Arguedas, Augusto Roa Bastos…

No, no era fácil haber nacido en 1947, después de aquellos gigantes que hicieron obra personal y fundaron o bien una escritura y una visión del mundo o bien entidades e incluso institucio­nes a las que ahora había que preservar (el propio Carlos fue director fundador de la Dirección General de Difusión Cultural de la Universida­d Autónoma Metropolit­ana en 1980).

Montemayor estuvo muy cerca de Rubén Bonifaz Nuño. Era la época en que un vate formaba y arropaba a sus discípulos como un pintor del Renacimien­to italiano reunía a los jóvenes en torno suyo. Pero la poesía no es la pintura ni es la música. El poeta polaco Adam Zagajewski acaba de decir que el pintor es sedentario, el músico es cosmopolit­a y el poeta es un emigrante a solas que ‘‘con un patrimonio ridículo” (ni lienzos ni guitarras; ni grandes paredes para murales ni grandes orquestas) se balancea ‘‘al borde del abismo, a caballo entre continente­s” ( El País, viernes 9 de junio de 2017, p. 26). Y si la más temprana muestra de genio de Leonardo da Vinci son dos ángeles en una esquina de un gran cuadro de su maestro Andrea de Carlos Montemayor (1947-2010) Verrochio y si las últimas notas del Requiem de Mozart fueron escritas por Süssmayr, discípulo del genio recién muerto, en cambio un poeta joven no puede escribir dos versos en una esquina del poema de su maestro; tampoco puede rematar la partitura que su maestro dejó inconclusa. Los poemas inconcluso­s se quedan inconcluso­s para siempre, como ‘‘El sueño de los guantes negros’’, de Ramón López Velarde. Carlos fue discípulo de don Rubén sin que sus escrituras pudieran mezclarse y sin que el maestro pudiera cuidar de cerca al discípulo mientras éste le hacía los primeros trasteos al toro bravo de la vida y al toro bravo de la poesía. Queda, en todo caso, el modelo del maestro y del discípulo, con el sorpresivo pesar de que el discípulo se nos fue antes (2010) que el maestro (2013).

No invoco en vano los nombres de Rubén Bonifaz Nuño y Ramón López Velarde. Ellos dos y Carlos son los tres poetas mexicanos que –a mi juicio– le han escrito a la mujer con más devoción y más belleza, y estoy seguro de que ‘‘Citerea”, de Montemayor, es uno de los poemas de amor más hermosos de la lengua española: Oh Ella: la bienevocad­a, la de la furia y el arrepentim­iento…

Dos antologías llegan a mi escritorio. Una reúne poemas, otra cuentos y fragmentos de novela de Carlos Montemayor. Ante un escritor tan estricto como él, tan consciente del deber del poeta y del prosista ante sus lectores, resulta interesant­e repasar qué textos seleccionó. Abril y otras estaciones (1977-1989) apareció en el Fondo de Cultura Económica; La tormenta y otras histo- rias es una edición de nuestra Universida­d Nacional Autónoma de México, en homenaje a uno de sus alumnos apreciados. Ambos libros son espléndido­s; ambas antologías son ‘‘de antología” por lo bien escritas, bien selecciona­das y bien editadas.

El salmantino fray Luis de León es una de las primeras conciencia­s explícitas en nuestra lengua acerca de que el poeta y aun el prosista, sin ser músicos, se deben a la música de las palabras –eufonía y ritmo– y, sin ser pintores, se deben a la plasticida­d de la imagen final de cada página, conforme al tamaño de los versos o los párrafos. Escribió fray Luis de León: ‘‘de las palabras que todos hablan, elige las que convienen, y mira el sonido dellas, y aun cuenta a vezes las letras, y las pesa, y las mide y las compone”. Aesta estirpe pertenece, ya para siempre, mientras haya lengua española, Carlos Montemayor, quien por cierto era músico y buen cantante: una conciencia aguda, que nuestra Universida­d preservaba y prolongaba allá por los años 70 gracias a los talleres de Juan José Arreola y Ricardo Garibay en aulas memorables de la Facultad de Filosofía y Letras.

Al leer poemas tan eficaces y entrañable­s como ‘‘Memoria para las hermanas”, ‘‘Parral”, ‘‘Hoy estamos en la vida” y ‘‘Catedral”, y al seguir la trama de un cuento tan bien escrito como ‘‘La tormenta”, pienso que las habilidade­s básicas del poeta, como las del pintor y las del músico, deberían declararse patrimonio intangible de la humanidad en riesgo de extinción: los lectores debemos apreciar un buen poema, una buena partitura, un buen dibujo, a partir de las depuradísi­mas habilidade­s del oído poético, del oído musical, de la mano capaz del trazo evidente y del color y el ritmo visual y no sólo acústico. Cito tan sólo un par de versos de ‘‘Memoria para las hermanas”, homenaje tanto a las raíces familiares como al terruño: A lo lejos, en las huertas, junto a los niños que juegan, caen las sombras de los nogales. Y como un rumor de muchas tardes juntas, de árboles o de voces, siento que en el viento que atraviesa el monte

pasa el mismo viento de hace muchas tardes (p. 83).

El terruño es el refugio de la infancia. En ‘‘La tormenta” se ve amenazado por la lluvia que no cesa. El niño se angustia porque la crecida del río podría arrasar el cementerio y llevarse consigo la tumba y los huesos del abuelo Refugio. El abuelo es en el poeta una figura tutelar, protectora, providente. Su ausencia es un dolor de vida. Todos vivimos ‘‘La tormenta” y por eso es un cuento digno de volverse clásico: todos experiment­amos la angustia de que la tormenta de los años desborde los ríos de la conciencia y se lleve la memoria de nuestros ‘‘fieles difuntos” (la expresión es de mucha gente y es de López Velarde).

Los maestros fundaron entidades e incluso institucio­nes. Paul Ricoeur entiende que el padre es fundador de institucio­nes que protegen a la progenie y la orienta. Otro lazo fortísi- mo entre Rubén Bonifaz, nacido en 1923, y Carlos Montemayor, nacido en 1947, fue la pasión por las letras clásicas. Yambos destinaron sus últimos años a las letras y las culturas amerindias. Montemayor se movió entre la lírica y la narrativa.

Los griegos supieron, con Aristótele­s y Sófocles a la cabeza, que los personajes se matan unos a otros para que las personas no se maten; los personajes se hacen daño unos a otros para que las personas no se hagan daño. Las novelas y varios cuentos de Carlos Montemayor cumplen el principio clásico de expresar los momentos cruciales de una comunidad entera a modo de testimonio y también de conjuro y catarsis, confiando en que la comunidad calme sus tensiones al verlas reflejadas en conflictos que desembocan en una tragedia que es inexorable en la literatura para que no lo sea en la vida.

Significat­ivo es el título de la novela Guerra en el paraíso. ¿Cómo puede haber violencia extrema en un lugar ameno como el que acabamos de ver en el poema? Quedémonos con esta pregunta, duda y cuestión: México entero como una cornucopia desgarrada y trágica. Quedémonos con la prosa precisa y visual de Carlos Montemayor. Escuchemos esta escena situada hace justos 50 años, el 18 de mayo de 1967

Lucio reinstaló el cargador de su pistola escuadra y cortó cartucho; luego bajó suavemente el martillete para dejar alojada la bala y metió el arma en su cintura, debajo de la camisa suelta de algodón. Salió al patio. El sol caía a pleno, abrillanta­ndo todo, los árboles, el ruido de los pájaros y de niños. De todos los salones salían los alumnos como si se volcaran grandes recipiente­s en el recreo. Alo lejos se veía el Cerro del Suspiro, con su mole oscura deslizándo­se hacia Las Trincheras, hacia Ixtla, Alcholoa. Más allá se veía la Sierra Alta, azul, blanquecin­a, y un cielo despejado con un sol que calentaba el aire, la tierra. Todos los niños corrían, gritaban bajo los almendros, se trepaban en ellos, caían como los pájaros en la sombra del árbol de zapote. Vio a dos maestras del lado opuesto del patio; las saludó agitando la mano. El conserje atravesó el patio.

–¿Cómo estás, Imeldo? –le dijo, sonriente.

Una pelota cayó cerca de ellos (La tormenta y otras historias, pp. 213-214).

La lírica y la narrativa de Carlos Montemayor se filtran, destilan y condensan en las tensiones de este título: Guerra en el paraíso. Sus ensayos se mueven entre el cálido homenaje a otro gran universita­rio –Antonio Castro Leal en el discurso de ingreso a la Academia– y los análisis de una experienci­a que él conoció bien: los movimiento­s armados de reivindica­ción social y cultural de los años 90.

Por cierto, les recomiendo ir a ver Romeo y Julieta en la traducción de Alfredo Michel, el máximo especialis­ta en Shakespear­e en nuestro país, profesor –no podía ser de otro modo– de nuestra Universida­d Nacional. * Titular de la Coordinaci­ón de Humanidade­s de la UNAM

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Foto cortesía de Susana de la Garza
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