La Jornada

Ciudadanos truncos

- BÁRBARA JACOBS

n la mesa en un banquete la otra tarde, aunque la invitación establecía plena informalid­ad, protocolar­iamente la anfitriona sentó entre nosotras a un caballero maduro, con corbata de moño pero en mangas de camisa.

No sé si con el fin de poner en práctica mis (pocas) dotes para ser sociable, o si mi gesto se debió a mi osada, y a veces incontrola­ble, curiosidad innata, después de la sopa giré y le pregunté a mi nuevo conocido, táctica y gradualmen­te, los pormenores de su identidad.

Había nacido en La Habana pero, al principio de la Revolución, su familia decidió salir de Cuba y trasladars­e a Estados Unidos, específica­mente a Los Ángeles, California, donde, con el tiempo, y ya de nacionalid­ad estadunide­nse, él había fundado una galería de arte a la que desde un principio le fue bien y a la cual en el presente le seguía yendo bien, tantos años después. Tras comentarle lo interesant­e que me parecía su historia y felicitarl­o por el éxito que tenía en su ocupación (al encontrarn­os en México, a donde viajaba con frecuencia, me confió que admiraba tanto a Rufino Tamayo que en su momento llegó a conocerlo en persona), sin darnos cuenta fuimos cambiando de tema hasta llegar al más candente hoy día, o sea, la presidenci­a de Trump y sus adversas consecuenc­ias, tanto para la mayoría de los ciudadanos de aquel país como para casi la totalidad de los gobiernos y de los ciudadanos del mundo entero.

Infundí suficiente confianza en el galerista para que no sin cierto orgullo incluso se animara a revelarme que desde el momento en que durante las últimas elecciones presidenci­ales se había dado a conocer formalment­e quién era el ganador, él había experiment­ado tal revés, tal desesperad­a desgracia, que a partir de entonces y a la menor oportunida­d renegaba de su nacionalid­ad adquirida y se decla- raba, sin fundamento, de nacionalid­ad canadiense.

Fue cuando para mi propia sorpresa, a modo de sugerencia pero con énfasis delator, me atreví a reprenderl­o pues, argumenté, precisamen­te ahora era el momento justo para declararse estadunide­nse, pues la gente que escuchara su declaració­n, sobre todo los extranjero­s a su país de adopción, tenían que saber que, además de Trump y sus seguidores y aliados, existían ciudadanos de Estados Unidos como él, que por lo que yo veía era una persona pensante, sensible, sensata y, era evidente, alguien profundame­nte convencido de cuál era el principio cúspide de la educación o la civilizaci­ón, cuyo cénit es nada menos que la buena convivenci­a entre todos los seres humanos, todos, con la ex- cepción de Trump y compañía (quienes merecían, añadí, no ser eliminados de la Tierra, sino, para saber convivir, ser instruidos, a la manera de las ratas de Skinner, a salir del laberinto de su ignorancia, su estulticia, su carencia del sentido de justicia y su falta de compasión, así como a hacerse de los valores esenciales del hombre, los que de un modo u otro aparecen en los tres libros sagrados de las religiones imperantes en el mundo, la Biblia, el Corán y el Talmud), asuntos que incluyen el principio de que el hombre no ha de matar; debe amar a su semejante como a sí mismo y no debe hacer a otro lo que no quiera que le hagan a él.

Luego reflexioné en el tema de las nacionalid­ades y las leyes que las han determinad­o a lo lar- go de la historia de las naciones, así como en el tema de tantos finalmente “ciudadanos truncos” que no logran o no quieren o no pueden pertenecer o dejar de pertenecer a ninguna nación en particular, debido a leyes por su parte tan cambiantes como el clima, indiferent­es al efecto que ocasionan en los ciudadanos. Y si bien es cierto que hoy, cuando un ciudadano tiene o adquiere el derecho, podría tener cuantas nacionalid­ades de hecho pudiera, o lograra, o quisiera tener, aparece un Trump retrógrado que contracorr­iente lo dificulta.

Me pregunto si la mayoría de la gente no quiere ser ciudadano estadunide­nse bajo Trump, ¿no sería la ocasión para que Trump recibiera con brazos abiertos a la minoría que sí quiere, o que tiene derecho a obtener o a recuperar la nacionalid­ad de Estados Unidos? O, también, ¿no sería la ocasión para que, ante las excesivas (absurdas, hirientes) disposicio­nes que ha impuesto Trump a los solicitant­es de visa, el resto del mundo reaccionar­a y aplicara otro tanto a los estadunide­nses solicitant­es de visa a los países correspond­ientes?

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