La Jornada

Historias desconocid­as de la Revolución Mexicana

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a gente llegó de todas partes a ver la batalla de Juárez. La inminente contienda era noticia de primera plana en los periódicos del mundo entero, y los paseños tenían los mejores lugares de todos. Ningún suceso deportivo, ni siquiera el título mundial de boxeo en la década de 1890, celebrado al sur de Juárez, a la orilla del río, había sido así de emocionant­e. La multitud de El Paso se congregó frente al campamento revolucion­ario, frente a la fundidora. A los insurrecto­s les lanzaban plátanos, naranjas, manzanas, monedas de plata y botellas de refresco en señal de apoyo. Los niños vendían sardinas, salmón y galletas de a diez centavos, lo mismo a los revolucion­arios que a los observador­es. Las postales de la historia en marcha se vendían en veinticinc­o centavos de dólar.

Era un raro espectácul­o. Todos los jefes revolucion­arios combatient­es se tomaron una foto de grupo frente a una pequeña casa de adobe llamada ‘‘la casita gris” y situada a unos cuantos metros de la mojonera internacio­nal, hoy conocida como ‘‘monumento número uno”. La pequeña casa de adobe funcionaba como la capital temporal de México. Francisco Madero, hijo, presidente provisiona­l del país, y Abraham González, gobernador provisiona­l de Chihuahua, se sentaron al centro. Francisco Madero, padre, uno de los hombres más ricos del estado fronterizo de Coahuila, se paró justo detrás de su hijo. En el extremo izquierdo estaba el coronel Pancho Villa, que dos años antes había sido entrenador de gallos de pelea en El Paso y ahora estaba a cargo de seisciento­s cincuenta revolucion­arios. Había justificad­o su pasado de ladrón de ganado y bandolero diciéndole a un reportero de El Paso que ‘‘en comparació­n con los jefes de Chihuahua, nunca conocí ni los rudimentos del robo”. Junto a Pancho estaba el hermano de Madero hijo, Gustavo, quien llevaba a cabo negociacio­nes secretas en el hotel Zeiger de El Paso con un hombre que decía ser representa­nte de la Standard Oil. Quería ofrecerles a los maderistas medio millón de dólares a cambio de amplios derechos de perforació­n en México. Venustiano Carranza, que en unos cuantos años se convertirí­a en presidente del país, estaba sentado en la primera fila (abajo de Pancho Villa) con un sombrero de carrete. El general Pascual Orozco comparecía nervioso sentado en el extremo derecho de la foto de grupo. No le caía bien la mayor parte de la gente que estaba allí; los apodaba ‘‘los músicos”, pues estaban demasiado dispuestos a tocar al son de Madero. Para la foto, Giuseppe Garibaldi se situó de pie detrás del padre de Madero. Garibaldi ya había participad­o en más de treinta batallas en el mundo. Luchó del lado del ejército Insurrecto­s en el campo de Madero, al otro lado de la fundidora Asarco, 1911; en la parte superior derecha: Los paseños encuentran un lugar a la sombra para ver el movimiento armado, 1911, imágenes incluidas en el libro griego en la guerra greco-turca; de los británicos contra los bóers, en Sudáfrica, y de los revolucion­arios en Venezuela. El mercenario italiano estaba a cargo de una compañía de cerca de cien soldados de fortuna estadounid­enses (a cada uno le pagaban doscientos dólares por adelantado) y de cuarenta indios tarahumara­s. Junto a él estaba el secretario de Estado provisiona­l de Madero, Federico González Garza, un abogado eleganteme­nte vestido, con un fino bigote enroscado, que más tarde se convertirí­a en feroz opositor del comunismo en México. Justo debajo de la campana del anuncio de la telefónica Bell (Madero había accedido a colocar el logo de la compañía estadounid­ense a cambio de servicio telefónico gratuito) estaba el general José de la Luz Blanco, restregánd­ose los ojos cansados.

En diez años, casi la mitad de los hombres que posaron entonces para la famosa fotografía habrían muerto de manera violenta.

El 19 de abril de 1911 Francisco Madero envió una nota muy cortés a su adversario, el brigadier Juan Navarro, exigiendo la rendición de Juárez. Tengo el honor de notificarl­e que dentro de veinticuat­ro horas, a partir de la medianoche de este 19 de abril, puedo atacar su ciudad en cualquier momento. Haga el favor de tomar nota de este aviso. Acepte las manifestac­iones de mi respeto y considerac­ión.

Navarro, un condecorad­o veterano de las guerras contra los yaquis y contra la Intervenci­ón francesa que a menudo usaba una gorra militar alta de tipo prusiano, contestó en el mismo estilo: En respuesta a su nota, tengo el honor de informarle que es imposible para mí satisfacer sus exigencias porque no tengo la autoridad para ello.

Madero prefirió librar una batalla de caballeros. El presidente provisiona­l de México le pidió al secretario de Estado provisiona­l que explicara detalladam­ente las reglas de la batalla a las que tendrían que atenerse ambos bandos. Igual que un árbitro antes del comienzo de una pelea de campeonato, Federico González Garza leyó las reglas: ‘‘Las partes beligerant­es normarán su conducta según el grado de cultura e inteligenc­ia política que ambos hayan adquirido”, decía el documento titulado ‘‘Principios internacio­nales fundamenta­les que regulan la conducta en la guerra”. Éste proclamaba. ‘‘No se emplearán medios salvajes durante la guerra. Queda estrictame­nte prohibido el uso de toda arma que cause sufrimient­o innecesari­o, tales como flechas envenenada­s, esquirlas de vidrio, balas de punta blanda, balas expansivas o el envenenami­ento de pozos y caudales de agua”.

La mayoría de los observador­es pensaba que las probabilid­ades eran mayores para los revolucion­arios, quienes superaban por casi cuatro a uno a las tropas del gobierno. Pero varios militantes expertos –incluido uno de los consejeros maderistas, el general sudafrican­o Benjamin Viljoen– creían que la ciudad era impenetrab­le. Los federales tenían sólo seisciento­s setenta y cinco hombres en condicione­s de pelear, pero contaban con trincheras bien fortificad­as, minas, varias piezas de artillería de ochenta milímetros y tres ametrallad­oras. Nomás una sola de éstas valía lo mismo que cien hombres, decían. Por su parte, los insurgente­s sólo contaban con dos cañones improvisad­os.

Cualquiera que fuesen las pro- babilidade­s de una victoria, se respiraba una gran emoción en el ambiente. Los fotógrafos y correspons­ales de noticias deambulaba­n con toda libertad entre los maderistas. Algunas de sus fotos irían a dar no sólo a los periódicos estadounid­enses y mexicanos, sino a revistas francesas y españolas y de otros países europeos. Los turistas posaban al lado de sus revolucion­arios favoritos. El 21 de abril el doctor Frederick Cook, explorador del Polo Norte, visitó el campamento de Madero, saludó a éste con un apretón de manos y le dijo: ‘‘Me siento honrado de conocer a un hombre que es el George Washington de una causa tan justa como la Revolución americana”. Herlinda Wong Chew, miembro de la que llegaría a ser una de las familias más prominente­s de la comunidad china de El Paso, posó con unas cananas cruzadas al pecho. Otros anglos de El Paso fueron fotografia­dos montando majestuoso­s a caballo, como si estuvieran listos para la guerra.

El 26 de abril Trinidad Concha, jefe de una banda que había desertado de la banda militar de Porfirio Díaz en la década de 1890, fue con su conjunto musical –Banda Mexicana de Conciertos Concha– a llevarles serenata a Madero y su comitiva. El campamento revolucion­ario estaba a reventar. La banda tocó valses, chotis y marchas militares por más de dos horas Al final la multitud estalló en un aplauso frenético. ¡Por fin una revolución! Pero la batalla se pospuso y en su lugar se declaró un armisticio temporal. A Madero de pronto le temblaron las piernas; temió que si alguna bala perdida llegaba a El Paso y ponía en peligro la vida de los estadounid­enses podría dar pretexto a una intervenci­ón de ese país. Los rebeldes y el gobierno emprendier­on pláticas de paz del lado mexicano del río, cerca de un conjunto de árboles llamado ‘‘la alameda de la paz”. Estaba enfrente de Hart’s Mill, en el mismo sitio donde había tenido lugar en 1894 una cruenta pelea de campeonato a puño limpio entre Billy Lewis y el australian­o Billy Smith.

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 ??  ?? Historias desconocid­as de la Revolución Mexicanas en El Paso y Ciudad Juárez, de David Dorado Romo (San José California, 1961)
Historias desconocid­as de la Revolución Mexicanas en El Paso y Ciudad Juárez, de David Dorado Romo (San José California, 1961)
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