La Jornada

Monstruos

- CLAUDIO LOMNITZ

a idea de una “generación” refiere siempre en realidad a la confluenci­a de tres cohortes: la generación mayor, formadora, contra la que también se reacciona, la generación propia, y la generación menor, que está destinada a reaccionar contra la de uno. Por la influencia especial, privilegia­da, que tuvieron los escritores y los pintores en la formación general de la intelectua­lidad mexicana de mi generación, la muerte de José Luis Cuevas es, para mí, un momento que pide un reconocimi­ento a la generación mayor.

No conocí a Cuevas. Coincidí con él cuando era yo niño en algunas posadas en casa de unos amigos de mis padres, y luego en mi juventud en alguna exposición de pintura. No fui percibido por él, ni tenía por qué serlo. O sea que no lo conocí pero, como tanta gente, admiré siempre la claridad de su trazo, y la intimidad de los formatos de sus dibujos acuarelead­os. También me gustaba su rebeldía contra la pedagogía machacona a la que era tan propenso el muralismo. Me interesaba, además, aquel aspecto exageradam­ente sixties de su personaje público, casi de película de Austin Powers, aunque, por otra parte, aquella galantería playboyesc­a también me hartaba un poco. Finalmente, Cuevas hizo suyos tanto el encanto como la misoginia del donjuanism­o latin lover: fue el Mauricio Garcés de nuestra alta cultura.

La idea de “la ruptura”, compartida entre pintores y escritores y diseminada, aunque más tardíament­e, a las ciencias sociales, fue también para mí una fuente de ambivalenc­ia. Al igual que la generación de los 50 y 60, mi generación también resintió el peso de las grandes narrativas del nacionalis­mo mexicano, representa­das en la pintura por el muralismo: había en aquello una pesada carga épica, e insuficien­te reconocimi­ento de nuestra realidad. En la frescura de su búsqueda, la generación de pintores de la ruptura dio oxígeno a toda la vida cultural mexicana, y nos llevó a que vivíamos también en un mundo en el que pululaban las princesas del Palacio de Hierro y los estudiante­s en vías de fosilizaci­ón. No había sólo explotació­n y lucha de clases, sino también revolución sexual, consumismo, contracult­ura y sociedad de espectácul­o.

Por otra parte, la generación de la ruptura también se benefició a su modo del nacionalis­mo mexicano. El entramado institucio­nal que había sino forjado por aquella “cortina de nopal” fue también generoso con ellos. Además, la idea de ruptura tenía un aspecto poco reconocido (según me parecía); fue una generación que se vio reflejada y bastante identifica­da con las grandes figuras del modernismo neoyorquin­o. México tuvo sus Jasper Johns, sus De Koonings, Rauschenbe­rgs y Motherwell­s. Y curiosamen­te, en lugar de llamarse integració­n estadunide­nse, a eso también se le llamaba ruptura.

También tuve siempre sentimient­os encontrado­s hacia la figura del enfant terrible como tendencia. La rebeldía contra la autoridad funciona hasta el momento en que uno es la autoridad. El problema se parece un poco al de ser un artista naïf: puedes serlo, hasta que aprendes. La generación de José Luis Cuevas se crió bajo la sombra imponente de los forjadores de la posrevoluc­ión, de ese mexicanism­o que insistía en las raíces precolombi­nas de todo. Aquello ya no dejaba respirar, requería una bocanada de aire fresco. Por eso, necesitaba de la figura del enfant terrible. Le sobraba razón a Monsiváis –quien fue uno de nuestros más grandes enfants terribles– cuando advirtió que en México no había una familia pobre sin una televisión, ni una familia rica que no tuviera su colección de arte prehispáni­co.

En Estados Unidos, un lema de la generación de los 60 fue: “no confíes en nadie mayor de 30 años”. Siempre me pareció una consigna absurda y cruel, pero creo también que se ajustaba muy bien al problema del envejecimi­ento para la figura generacion­al preferida de los 60: el enfant terrible. La autoridad que se consigue con la edad, al llamado establishm­ent, se lleva mal con la espontanei­dad y la disrupción constante. La extravagan­cia en la juventud es un ejercicio de libertad, pero como propensida­d del poder es pura arbitrarie­dad.

Con todo, quizá Cuevas haya sabido algo que a mí siempre me costó trabajo entender, y es que, nuestros artistas tienen también la función de inventar personajes. De ser personajes. A veces, incluso, el lado performati­vo de esos personajes tiene mayor impacto en la imaginació­n que su arte mismo. Oscar Wilde fue tan personaje como escritor. Más allá de su pintura, Frida y Diego proponían una manera de vivir.

Desde luego que hay artistas que rehúyen esta función, pero en México el aspecto público importa. En esto todavía somos una sociedad barroca. Aquí, la reclusión en la vida artística puede ser costosa. Quizá la razón sociológic­a de esto sea que no hay una capa social de conocedore­s suficiente­mente espesa como para sostener a un artista excelente, si no es además un personaje. Si no hace escándalo. Si no da de qué hablar. Aquí, lo histriónic­o no es sólo una estrategia pedagógica, sino también una necesidad para la superviven­cia.

Cuevas decía que había crecido en un barrio en que pululaban chulos y prostituta­s, y que ese entorno dio origen a sus monstruos, pero a mi me parece que los monstruos son también un reflejo artístico de lo que el público mexicano le pedía a Cuevas. El gigantismo y la monstruosi­dad fueron también una condición de su superviven­cia. Creo que José Luis Cuevas se entregó a la vida con enorme pasión y sensibilid­ad. Creo que quiso a sus monstruos, y que le gustó ser monstruo. Fue un pintor extraordin­ario. Que en paz descanse.

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