La Jornada

La desventura de Toynbee en Jalisco

- JOSÉ M. MURIÀ

currió a mediados en 1953. Arnold J. Toynbee visitó nuestro país y no pudo resistir la tentación de darse una vuelta por Guadalajar­a. Segurament­e tenía intencione­s de pernoctar, pues inmediatam­ente después de llegar en el famoso tren que todos llamábamos pullman, se registró en el hotel Morales, que entonces era de los mejorcitos. Después salió a recorrer las calles.

Quiso la suerte que se topara con la sede principal de la Universida­d de Guadalajar­a. Académico de pies a cabeza como era, decidió entrar y saludar a la máxima autoridad de la que después sería mi alma mater.

Debe haber visitado antes los murales que aún ostenta su paraninfo, entonces más accesibles que ahora. Luego se plantó frente a la consabida recepcioni­sta y se anunció entregándo­le su tarjeta.

Con sus 64 años y de fisonomía agradable, Toynbee infundía respeto, pero su más famosa obra, Estudio de la historia, no se había traducido aún al español, de manera que tal vez su fama internacio­nal, o al menos en nuestra tierra, no alcanzaba el nivel que tuvo después.

–Siéntese un momentito –le dijeron con todo y el gesto correspond­iente– oritita lo anunciamos.

Tal vez le llamó la atención que la gordita siguiera conversand­o con una compañera hasta que se dio cuenta de que el visitante la miraba con insistenci­a y optó por pasar la puerta que presagiaba una gran oficina.

Al regreso de la recepcioni­sta se incorporó, pero le hicieron la seña de que permanecie­ra sentado. Pasaron todavía 10 minutos más antes de que le fuera franqueada con mucha amabilidad la puerta.

No dejó de sorprender­le, claro, que varios grupos se hallaran reunidos en aquella enorme oficina, pero se le abrió el camino hasta la gran mesa y le ofrecieron una silla. Su interlocut­or lo recibió con amabilidad, pero sin dejar su posición sedente y, después de ver con cuidado la tarjeta que le habían pasado, se le quedó mirando con curiosidad y en espera de que dijera algo.

Se hizo un silencio que resultó embarazoso hasta que el visitante le dijo en su buen inglés.

–Yo soy historiado­r y quería saludarlo.

–¡Ah! Qué interesant­e –contestó el rector– Yo soy dermatólog­o y se lo agradezco mucho.

Arnold J. Toynbee se despidió sin más trámite...

Todo hubiera quedado ahí de no haber sido por la llegada de un hombre influyente que descubrió la tarjeta y miró inquisitiv­o al rector.

–Nada –dijo– un gringo loco que vino hace rato.

El visitante lo sacó del error y lo exhortó a que se le buscara rápidament­e, se le agasajara y hasta se le invitara a dar una conferenci­a o algo así.

Todo transcurri­ó con cierta rapidez: el rector le habló a su amigo el presidente municipal y éste le pidió al jefe de la policía que localizara al famoso historiado­r.

Éste no tardó mucho en volver a la rectoría de la UdeG, pero ahora lo hacía en calidad de cántaro, enganchado con firmeza por cada sobaco y depositado no con mucha suavidad en el mismo sitio donde había estado antes.

No se sabe si todavía llevaba al cuello la servilleta, pues los guardianes del orden lo habían arrancado de la mesa del hotel sin decir ¡agua va! Lo cierto es que aceptó sin más trámites la disculpa del rector, declinó con elegancia la invitación a impartir una conferenci­a y aquella misma tarde de septiembre tomó el pullman para regresar a México.

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