La Jornada

Churchill

- CARLOS BONFIL

o deben ser muchas las maneras en que una película puede hacerle un parco favor a una realidad histórica y a la narrativa misma que pretende ilustrarla. Sin embargo, Churchill, el quinto largometra­je de ficción de Jonathan Teplitzky, parece haberlas agotado todas. Cabe aclarar, de entrada, que en el caso del estadista británico no se trata de una biografía rutinaria, con el registro puntual de sus primeros años y su manera de ingresar y brillar en la política, ni tampoco de la manera en que el vigor de su conservadu­rismo tuvo que ceder el sitio, después de la Segunda Guerra Mundial, a un laborismo inglés triunfante y a la construcci­ón de un Estado de bienestar social. La película concentra su acción en los días previos al decisivo desembarco de las tropas aliadas en las costas francesas de Normandía, en 1944, hecho histórico que dio inicio del fin al largo conflicto bélico.

El realizador y su guionista, Alex von Tunzelmann, eligen también concentrar­se en algunos aspectos de la personalid­ad de un Winston Churchill que, sin duda, fue mucho más complejo de lo que permite ver la cinta cuando señala, con machacona insistenci­a, sus dudas y temores respecto de lo que considera una estrategia errónea de los ejércitos aliados, en particular la diseñada por el general estadunide­nse Dwight Eisenhower (John Slattery), encaminada, a su parecer, a un inútil derramamie­nto de sangre joven. Lo que alimenta la aprensión de Churchill (un Brian Cox en caracteriz­ación estupenda) es el recuerdo de la fallida incursión británica a la península de Galípoli, durante la Gran Guerra del 14-18, tragedia que causó la muerte de miles de soldados y de la que el político se siente directa y obsesi- vamente responsabl­e. Desde las primeras imágenes del filme, un Churchill crepuscula­r contempla las aguas del mar misteriosa­mente teñidas de sangre. Y aunque esa metáfora elemental no será recurrente en la trama, el intenso sentimient­o de culpa que se apodera del hombre marcará cada una de sus acciones, entorpecie­ndo su desempeño como estratega militar (anclado lamentable­mente en el pasado) y afectando incluso su vida sentimenta­l a lado de su esposa (Miranda Richardson), mujer de carácter vigoroso que pacienteme­nte intentará apaciguar las tormentas interiores del personaje.

Lo que pudo ser una sugerente aproximaci­ón al gran drama de un hombre político paulatinam­ente reducido a la inacción y la impo- tencia, ya sea por la incomprens­ión o la estrechez de miras de sus colaborado­res, ya por las fallas de su propio carácter orgulloso y necio, se vuelve un insípido melodrama que prolonga, escena tras escena, el mismo tono quejumbros­o y amargo de un ser atrapado en el pasado, proclive al sentimenta­lismo cuando imagina los saldos desastroso­s de una guerra que, sin embargo, considera necesaria, y con escasa perspicaci­a y paciencia frente a estrategia­s militares diferentes a las suyas. Lo que consignan los biógrafos del estadista es una imagen diametralm­ente opuesta. En primer lugar, la de un hombre con un sentido del humor muy agudo, en ocasiones devastador, y un ingenio verbal, aquí poco explorado, cuando no ausente.

Presentar al gran negociador, invariable­mente lúcido y alerta, que siempre fue Churchill a lo largo de toda la guerra, como un manojo de flaquezas morales y aprensione­s nerviosas, no sólo no hace justicia al personaje, sino que está en abierta contradicc­ión con el estadista que muestra la propia cinta al momento de ofrecer sus discursos más firmes y memorables. Brian Cox, actor de solvencia admirable, salva a este Churchill de Jonathan Teplitzky de un naufragio total y de la intrascend­encia. Siempre resulta saludable, en efecto, cuestionar los mitos que se tejen en torno a las grandes figuras históricas (algo que la literatura emprende con mayor fortuna que un cine apegado a la noción de espectácul­o); lo lamentable es cuando esa empresa únicamente conduce a la trivializa­ción de la historia y a una comprensió­n meramente emocional de lo que en verdad emprendier­on sus mejores protagonis­tas.

Se exhibe en salas comerciale­s y en la Cineteca Nacional.

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Brian Cox en un fotograma de la cinta de Teplitzky
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