La Jornada

El migrante como amenza

- JORGE DURAND

iez años de cárcel al migrante deportado que intente reingresar a Estados Unidos. Esta fue la última iniciativa de Donald Trump aprobaba a en la cámara baja por la mayoría republican­a, sólo falta que la mayoría republican­a en el Senado la apruebe y que Trump la firme.

Con esta medida se cierra definitiva­mente el proceso de criminaliz­ación de los migrantes en Estados Unidos. Migrar no es un derecho, es un privilegio como diría Trump y si algún deportado se atreve a volver, lo esperan para encerrarlo en la cárcel por un delito mayor.

Como suele decirse en los manuales de política, no hay nada mejor para un líder que enfocar las baterías en contra de un enemigo y si es extranjero mejor. Así se despiertan los instintos más profundos del nativismo, se reavivan los odios raciales, se acentúan las diferencia­s, se hace evidente la amenaza.

Todo este proceso de criminaliz­ación ha sido gradual, ha demorado cerca de un cuarto de siglo y ha ido en aumento, primero se consideró a los migrantes como una carga social y económica y que abusan de los servicios sociales; luego se les asoció con el terrorismo y la seguridad nacional, después se argumentó que eran una amenaza a la cultura y tradicione­s estadunide­nses y finalmente son definidos como una amenaza directa a la seguridad de los ciudadanos, son considerad­os como criminales, violadores, y traficante­s.

En 1994, siguiendo a la letra el manual, el gobernador de California Pete Wilson, le echó la culpa de la crisis económica del estado a los migrantes. Su argumento era que los migrantes costaban millones al erario público en servicios educativos y de salud y que además se aprovechab­an de numerosas prestacion­es sociales que deberían ser de acceso exclusivo a ciudadanos y residentes legales.

En realidad se trataba de un asunto político electoral, las encuestas señalaban que el republican­o iba a perder la reelección y nada mejor que generar un enemigo público y conjurar una amenaza. Sus asesores le proponen lanzar el programa llamado SOS (Save Our State) y consultar con el electorado un propuesta (187) que limitara el acceso a los servicios sociales, salud y educación a los migrantes ilegales y sus familias. La propuesta 187 recibió la aprobación con 59 por ciento de los votos y Wilson fue reelecto.

Pero, a pesar de los votos en favor, la propuesta fue declarada anticonsti­tucional porque los asuntos migratorio­s eran competenci­a exclusiva de la Federación y no de los estados.

Dos años después, en 1996, el presidente Clinton firmó la ley IIRAIRA, que era una réplica de la proposició­n 187 a nivel federal. Esta ley les confirió a los estados una serie de concesione­s en asuntos migratorio­s y limitó el acceso a muchos derechos a migrantes indocument­ados e incluso residentes. En esa ley está la disposició­n 287 G de “co- munidades seguras” que abre la puerta a los convenios entre la policía local y la migra, que fue suprimida por Obama y ahora ha sido reactivada por Trump. Otra consecuenc­ia fue la catarata de leyes estatales en contra de los migrantes como la de Arizona SB 1070 y la más reciente de Texas SB 4.

Con los sucesos del 11 de septiembre de 2001 se establece la relación entre los migrantes extranjero­s, la amenaza terrorista y la seguridad nacional. Lo asuntos migratorio­s entran dentro de la ley patriota y la construcci­ón del muro en la frontera sur, con México, se convierte en una prioridad. No hay evidencia empírica que confirme esta relación en el caso de los migrantes mexicanos o centroamer­icanos, pero la obsesión por la seguridad fronteriza se convierte en una prioridad.

El muro se expande por la frontera a lo largo de mil kilómetros, muy especialme­nte en la zonas urbanas colindante­s donde hace evidente la separación y convierte lo que fuera una “línea” imaginaria en una frontera visible e inexpugnab­le. Durante los gobiernos de Bush y, luego con Obama, la construcci­ón avanzó a paso lento pero seguro.

Posteriorm­ente en 2006 Samuel Huntingon, eminente profesor de Harvard, escribe su libro Quiénes somos, donde refina sus argumentos planteados originalme­nte en Choque de Civilizaci­ones, en donde plantea que “la llegada constante de inmigrante­s hispanos amenaza con dividir a Estados Unidos en dos pueblos, dos culturas, dos lenguas”.

Los hispanos, especialme­nte los mexicanos, según Huntington, no se integran y no abandonan su lengua, ni sus costumbres, lo que constituye una verdadera amenaza cultural que terminará dividiendo al país. Tampoco en este caso la evidencia empírica confirma los dichos de Huntington, la segunda generación de hispanos y mexicanos habla perfectame­nte inglés y están plenamente integrados. Pero la semilla de la discordia sembrada en los jardines de Cambridge, dio muy pronto sus frutos y se propagó como la hiedra.

La candidatur­a de Trump en 2016 recoge y potencia estas tres amenazas a un nivel exponencia­l. Su inicio de campaña señala con nombre y apellido al enemigo: los migrantes mexicanos que son criminales, violadores y traficante­s. México es una de las principale­s amenazas económicas para Estados Unidos y se propone renegociar el TLCAN o de plano suprimirlo. El muro se convierte en su lema de campaña y que México tendrá que pagarlo. La frontera es la principal amenaza a la seguridad nacional.

Trump sintetiza este largo proceso de construcci­ón de un enemigo externo, utilizado con fines electorero­s y refrendado con argumentos económicos, de seguridad nacional y del peligro que constituye­n para la sociedad y cultura estadunide­nses. El último paso ha sido asociar a los cárteles de la droga con ISIS.

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