La Jornada

Dos noches

MAR DE HISTORIAS

- CRISTINA PACHECO

uerido Otoniel:

José Margarito pasó a visitarme. Se lo agradezco mucho porque supongo la cantidad de arreglos que habrá tenido que hacer en cuatro días antes de regresar a San Velino. Él lo llama “Pueblo Muerto”, pero creo que le gusta vivir allí. Lo noté en sus ojos, y esos no mienten. Nos pasamos horas platicando, aunque a cada momento llamaba a la caseta telefónica de San Velino. La telefonist­a nunca contestó y se puso nervioso de imaginar que algo malo había sucedido. No recuerdo que tu hermano fuera tan aprensivo, ¡y mira que lo conozco!

José Margarito evitó los asuntos personales y sólo habló de su trabajo. Con todo y que ya va para siete meses que vive en el pueblo, hasta la fecha no tiene asistente y aún no le asig- nan cuadrilla ni le mandan el material para cambiar el drenaje que, según me dijo, está pésimo.

Como tiene poquísimo trabajo dedica el día a hacer figuras con fierros, piedras o lo que encuentra por allí. En la tarde sale al único changarro y a caminar. De paso visita a los viejos y les hace plática. Ellos tienen pocos temas de conversaci­ón: cómo era el pueblo antes de que emigrara la gente, sobre todo los jóvenes; anécdotas acerca de los familiares y amigos que ya no viven; pero describir al detalle sus enfermedad­es es lo que más les gusta.

Hay tardes en que otros vecinos se acercan a conversar y entonces se olvidan completame­nte del “inge”, como le dicen a tu hermano; pero él de todos modos se queda para oírlos referirse a sus padecimien­tos. Lo hacen con tal entusiasmo que por momentos se arrebatan la palabra o manotean y gritan afirmando que “su mal” es mucho más agudo, raro y misterioso que el de los otros. A todo eso José Margarito lo llama “el concierto del dolor.” Le dije: “No vayas a salirme con que el ingeniero se nos está volviendo poeta”. Tu hermano se rió con tantas ganas que entré en sospechas.

II

A tanto platicar se nos pasó el tiempo. Era tarde y le ofrecí algo de comer. José Margarito prefirió acostarse un rato porque sale a las tres de la mañana. Me dijo que si quería man- darte algo, estaría encantado de llevártelo cuando pase por Tlazala.

Acepté su ofrecimien­to y me puse a escribirte. Estoy harta de los correos que nos mandamos por el celular o por la computador­a. Cuando recurro a esos medios, aunque nadie me esté tomando el tiempo, siento que no debo explayarme demasiado y acabo hablándote de todo menos de lo que realmente quería decirte.

Una carta es otra cosa. Recuerdo las que nos mandaba mi abuela a Tacubaya. Siempre dictadas, porque no sabía escribir. Sus ideas eran muy claras y su habilidad para controlarn­os desde Lagos también. A esa vieja linda no se le iba una. ¡Lástima que no la hayas conocido!

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