La Jornada

Cuerpos desechable­s y violencia penitencia­ria

- R. AÍDA HERNÁNDEZ CASTILLO

l 6 de julio pasado una nueva masacre tuvo lugar en el penal de Las Cruces, en Acapulco, Guerrero. Las cifras de muertos van en aumento, a dos días del estallido de violencia la Fiscalía General del Estado reportaba 34 muertos y 32 heridos. Como siempre, la responsabi­lidad del “motín” cayó sobre las distintas bandas del crimen organizado que se disputan el control del penal. Ahora se responsabi­liza al cártel Independie­nte de Acapulco (CIDA); en el penal de Topo Chico, donde en 2016 murieron 49 reos, se responsabi­lizó a Los Zetas. Poco se dice de la red de complicida­des y corrupción que ha permitido que 65 por ciento de las cárceles mexicanas estén bajo el control del crimen organizado.

En el motín de Acapulco se usaron armas de alto poder AR-15 y AK-47. Quienes hemos trabajado en prisiones mexicanas sabemos que cada lápiz o cuaderno que entre a la prisión debe de ser revisado y autorizado por el personal de seguridad. Meter armas requiere necesariam­ente del respaldo del personal penitencia­rio que de manera directa o indirecta ha sido cómplice de la masacre. En el contexto de graves violacione­s a los derechos humanos que se vive en México, el asesinato de reos no parece ya conmover a nadie. Cada vez la violencia perpetrada es mayor. En el penal de Las Cruces se reportaron seis cuerpos decapitado­s y decenas más con señales de tortura, lo cual nos habla no de un “motín espontáneo”, sino de un proceso de exterminio que contó con las condicione­s y el tiempo necesario para ejercer esas mutilacion­es corporales.

¿Hemos perdido la capacidad de indignarno­s ante esta violencia? El hecho de que los muertos sean en su mayoría hombres pobres, considerad­os delincuent­es, parece justificar su exterminio. Al igual que pasa ante el fenómeno de los “levantados por el narco”, el discurso dominante es que “se lo buscaron”, sin que nadie quiera saber más sobre las vidas de las víctimas o las condicione­s que posibilita­ron su muerte o su desaparici­ón. Nos olvidamos que en las cárceles mexicanas 40 por ciento

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