La Jornada

He aquí los secretos de cómo se logró el concierto en Cuba

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n los estantes de novedades discográfi­cas esplende una crónica fílmica y esdrújula. Rolling Stones. Olé olé olé. A trip Across Latin America, filme de Paul Dugdale, circula en formato devedé, luego de una breve estancia en algunas salas de cine del circuito comercial.

Documento crucial. Entre otras vertientes, glosa la epopeya histórica encabezada por Mick Jagger, ese genio de la estrategia de índole variada, quien al observar los movimiento­s sagaces de Barack Obama, se puso de inmediato a mover sus piezas para lograr algo impensable: un concierto, a entrada libre, en La Habana, al cual, finalmente, después de peripecias mil que se narran en este documental (bueno, no se narran las mil, pero sí las suficiente­s, je), asistieron más de un millón 200 mil enfebrecid­as personas.

Los intrínguli­s para la consecució­n de tal hazaña vertebran este estupendo relato fílmico. Se deja ver entre líneas, como en toda buena crónica, el summun de la trama: el accionar invisible de los actores tras bambalinas, mientras quienes mueven fichas sudan, sufren y se acongojan en escena. El espectador cuenta entonces con argumentos para confirmar lo que intuía: fueron dos las manos que mecieron esta cuna: la de Mick Jagger y la de Fidel Castro, a quien por cierto ni siquiera necesitan nombrar a lo largo de los 105 minutos que dura el filme.

Paul Dugdale es un experto cronista de la cultura rock. Cada nuevo filme suyo supera al anterior. Sus herramient­as narrativas crecen exponencia­lmente. Su sagacidad para colocar las cámaras en las horas y tiempos muertos, se demuestra a la hora de la edición en la moviola (es un decir, así se llamaba aquel dispositiv­o manual en el que los cineastas editaban sus cintas; hoy ni moviola ni cintas, sólo Macs y sofisticad­ísimo software).

Al uso del campo-contracamp­o, el regusto por el big close-up, las tomas panorámica­s contrastad­as con acercamien­tos temerarios, se suma un encabalgam­iento rítmico asombroso. Su manera de narrar asombra, fascina, encandila.

En pantalla, una sucesión de rostros en éxtasis.

El acto más íntimo sucede en multitud: el llanto. Llora una hermosa muchacha con expresión de ¡no lo puedo creer! ¡Estoy aquí, frente a los Rolling Stones! ¡ Son reales! Llora un fortachón con semblante de niño. Las lágrimas escurren por una mulata que menea la cabellera en acompasado diapasón. Lloran en multitud.

El filme comienza con una escena en una casa modesta en Brasil, donde un chavo sube a su espacio de solaz en la azotea y pone a sonar un acetato de los Los Rolling Stones, el 14 de marzo de 2016, en el Foro Sol Stones. Corte a: los rostros en éxtasis en un concierto, en un estadio, los cuatro músicos abrazados, felices y enseguida, corte a: un ensayo de los Rolling Stones en Los Ángeles, dos meses antes de empezar la gira por América Latina. ‘‘Algo falta aquí”, dice Keith Richards. ‘‘El público”. Sin público, los Stones son gárgolas inquietas. Frente a la multitud, se desencaden­an todas las fuerzas más poderosas sobre sus testas.

El vuelo del avión con el logo de la lengua surca los cielos hasta descender en Chile, primera estación. Estadio Nacional de Chile. No hay nada en la mente de Mick Jagger que no esté cal- culado. Iniciar su gira por Sudamérica en ese estadio, tiene un simbolismo vital: durante años, la cultura rock enarboló la rebeldía, encabezó la contracult­ura, simbolizó el anhelo de libertad y fue objeto de represión y censura. El Estadio Nacional de Chile, jamás se olvidará, fue el mayor centro de detención y tortura de Pinochet.

Ese tema encadena la historia de la gira, y así la narra Dugdale. Desde ese sitio otrora siniestro hasta la caliente noche final en La Habana.

El propio Jagger habla frente a la cámara en solitario y frente a las multitudes acerca de ese hecho: ‘‘durante muchos años nues- tra música fue prohibida aquí”; y los relatos incluyen movimiento­s generados desde esa clandestin­idad, como el de los ‘‘rolingas” en Argentina, y los testimonio­s de cubanos que pasaron meses en la cárcel por escuchar una canción de los Stones.

En cada una de las 10 ciudades cumplen tareas de turismo cultural además de sus conciertos.

Algunos de esos pasajes en el filme resultan tan desafortun­ados como su origen, pues quien establece esa agenda en las giras no siempre recibe la asesoría o la informació­n adecuada, de manera que las tarjetas postales que vemos en este filme van de lo sublime (la noche de candombe en Uruguay) a lo interesant­e (la samba de barrio en Brasil) a lo acertado (el testimonio de Javier Bátiz filmado en la hostería La Bota, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, centro contracult­ural por antonomasi­a) a lo banal o francament­e fallido (después de Javier Bátiz, un héroe que conserva su congruenci­a, poner a Alex Lora como ‘‘representa­nte” del rock mexicano, junto al organizado­r del Festival de Avándaro en 1971, Armando Molina) y siempre con un promedio de superficia­lidad turística.

La médula del filme, además por supuesto de la música, es el relato de cómo Mick Jagger y su equipo de expertos en misiones imposibles lograron el milagro del concierto en La Habana.

El cineasta suelta claves: vemos por ejemplo a Mick Jagger en conversaci­ón telefónica con su mánager, Joyce Smith, a quien luego veremos llorar de emoción ante la cámara en La Habana, cuando la epopeya había sido conseguida.

Mick dice a Joyce: ‘‘ consigue el dinero ( para costear el concierto, que será gratuito) y luego hablamos, nos vemos en Miami”.

Hasta el momento, los indicios apuntan efectivame­nte hacia la fundación altruista que opera desde Miami y Curazao y que fundó el abogado Gregory Elías, quien estuvo en hazañas similares, como el Festival de Woodstock, y fue, según el Miami Herald, quien puso los 7 millones de dólares que costó hacer el concierto en Cuba. Las siglas de esa fundación, por cierto, forman todo un oxímoron: FBI (Fundación Buena Intención). Aunque lo que escribí en los anteriores dos párrafos, no se menciona en el filme.

Lo que sí menciona es que se trató de un asunto de Estado: ‘‘esto ha llegado hasta el nivel más alto, Raúl Castro. Lo están manejando como una pieza de política de Estado. Este evento simboliza de manera positiva la apertura del país”.

Rinden así testimonio el estratega experto contratado para el caso: Adam Wilkes, especializ­ado en negociacio­nes con países comunistas; Paul Gongawer, director de la gira; Dale Skjerseth, productor en jefe; Joyce Smith, manager de los Stones.

El suspense de los hechos: conseguir el dinero (en anonimato), reuniones secretas (ahora se sabe, y eso tampoco se dice en el filme, que Mick Jagger visitó varias veces La Habana para negociar directamen­te; hay quienes aseguran que habló con Fidel Castro), el sentido de oportunida­d de Barack Obama, quien anunció que visitaría la isla 12 horas antes del concierto de los Stones; la necesidad imperiosa de reagendar el concierto, para no ‘‘encimarse” con Obama, primer presidente de Estados Unidos en pisar la isla, luego de 80 años; la intromisió­n del mismísimo papa Francisco, quien intentó boicotear el concierto diciendo, sin decir, que era pecado: ‘‘es Viernes Santo”, a lo que Keith Richards respondió con algo así como ‘‘Viernes Santo mis desos” (he is a bit cheeky, he is not my manager/ qué descarado, como si fuera mi mánager, fue lo que dijo Keith) y así peripecias mil que el mismísimo Homero, ciego como era, hubiera visto bien narrar con maestría y agilidad estética (la secuencia en cámara lenta del concierto en Brasil bajo la lluvia, momento sublime, como los cánticos de los rolingas en Argentina), como lo hizo, distancias y diferencia­s, el cineasta Paul Dugdale, quien así deja registro para la historia de un episodio que será referente por siempre para la humanidad.

Vaya lucidez, visión, intuición y pericia política de sir Mick Jagger, ese egregio egresado de la London School of Economics.

¡ Larga vida a los Rolling Stones!

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Foto Notimex
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