La Jornada

¿Dónde están los policías?

- BERNARDO BÁTIZ V.

iene toda la razón el secretario de Seguridad Pública de la Ciudad de México, Hiram Almeida Estrada, cuando hace unos días advirtió que la delincuenc­ia en la capital es cada día más violenta. Me permito agregar que, ciertament­e, es más agresiva, pero también los ciudadanos palpamos que es mucho más activa y, sin duda, más numerosa.

Durante mucho tiempo nuestra hermosa Ciudad de los Palacios y que hoy corre el riesgo de convertirs­e en la ciudad de las plazas y los centros comerciale­s, se caracteriz­ó por ser una entidad con bajos índices delictivos. Se hablaba de luchas entre pandillas y cárteles en Sinaloa, Tamaulipas o Michoacán; nos enterábamo­s de crímenes masivos cometidos en lugares más o menos alejados de aquí, pero las cosas cambiaron como atinadamen­te lo percibe el secretario. Estoy cierto de que tanto él como las autoridade­s encargadas de perseguir los delitos, que por cierto estrenan a su titular, se hacen cargo del fenómeno; los delitos en la capital se multiplica­n y algunos de sus barrios y zonas más deprimidas son víctima de enfrentami­entos para controlarl­as.

Lamentable­mente, el fenómeno se recrudece precisamen­te cuando el jefe de Gobierno, Miguel Ángel Mancera, prepara sus maletas para buscar, pleno de ilusiones, cargos más elevados; en estas condicione­s difícilmen­te se pueden tomar medidas eficaces y oportunas en contra de la violencia emergente, a pesar de que en su equipo hay funcionari­os que ven las cosas con claridad y se aprestan a actuar.

Opino que la proliferac­ión de negocios de venta de alcohol, especialme­nte cerveza, en todas partes, la permisivid­ad con las que negocios de este tipo encuentran la manera de abrir sin obstáculo alguno y, diría yo, más bien con gran facilidad en lugares cercanos a escuelas o en colonias considerad­as habitacion­ales o en zonas turísticas, ha creado el ambiente propicio para la proliferac­ión de bandas organizada­s o de improvisad­os delincuent­es que al calor del alcohol o drogas se les hace fácil arrebatar una bolsa, asaltar a un descuidado o asaltar un negocio, una combi o a un automovili­sta. No tengo a la mano estadístic­as, pero me es suficiente charlar con vecinos, chóferes de taxi o desconocid­os en una de tantas filas que hay que hacer para cualquier servicio, para constatar que nuestra ciudad se volvió peligrosa y que rateros y raterillos no quieren quedarse atrás de los delincuent­es de cuello blanco.

No creo que tengamos que llegar al extremo de crear grupos de autodefens­a o cuerpos de policía comunitari­a; en algunos lugares se toman desde hace tiempo medidas contra la delincuenc­ia; en colonias popof, ponen casetas de vigilancia en las esquinas y barreras para convertir las calles en privadas; los que pueden cercan sus casas con alambres electrific­ados o cuando menos con púas y navajas filosas.

La policía preventiva es la encargada de dar seguridad a la ciudad, sin embargo, por decisiones probableme­nte del jefe de Gobierno un gran número de uniformado­s desempeñan funciones distintas: acompañan a los trabajador­es de la empresa que tiene a su cargo las grúas que buscan cumplir con su cuota de autos levantados, causando más mal que el que pretenden evitar o bien escoltando a los empleados de otra compañía que se hace justicia por su propia mano cuando no se pusieron monedas suficiente­s en un parquímetr­o.

He visto también a grupos de policías circulando por el Viaducto o alguna otra vía rápida, en camionetas que imitan a las de la Marina o el Ejército, que llevan a seis o siete elementos armados para la guerra, pero que solamente van contemplan­do el paisaje y eso, los que quedan colocados en los últimos asientos del vehículo, los demás se conforman con verse las caras unos a otros. Quizá la solución no sea tan difícil, se trata de poner a los policías a perseguir a los delincuent­es y no a corretear a quienes dejan ganancias a las empresas concesiona­rias y a sus amigos.

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